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“A los chilangos qué nos puede dar miedo si viajamos en la micro todos los días”, dice entre risas un usuario formado para abordar el microbús rumbo al Metro San Lázaro.

Así como en esa lanzadera, en los paraderos de la ciudad la rutina es similar. La gente se forma y espera, al acercarse la unidad la gente sube sin pagar, el operador baja para darle un trago a su refresco casi congelado y acabarse un cigarro en cinco fumadas.

Al amanecer, los microbuses van recién lavados y el aromatizante de vainilla provoca los estornudos de los usuarios. Una escoba, dos cubetas, trapos y una botella con jabón rellenan el espacio por debajo de los asientos, y son los objetos que a los niños les encanta patear.

¡Súbale, súbale, se va todo Zaragoza! ¡Súbale madrecita, todavía alcanza lugar! Dice el checador a una mujer que difícilmente rebasa los 40 años.

El chofer aborda y apenas puede caminar de ladito en el pasillo en el que más tarde exigirá doble fila, recorre los lugares ocupados y comienza a cobrar. A cada pago, lanza las monedas en la bolsa del pantalón azul marino que utilizan como uniforme, el dinero resuena lo mismo cuando busca cambio. Los billetes son tema aparte, esos terminan enredados entre los dedos del chofer según la denominación.

“Vas en ocho y tienes el 36” le dice el checador, esto significa que la unidad 36 partió hace ocho minutos y es la señal para que salga de la lanzadera. Antes de prender el pesero guarda el papel de registro de ruta y se persigna viendo a los santos que viajan colgados en el retrovisor.

A los microbuses que aparecieron cuando la capital todavía era el Departamento del Distrito Federal, los años les han pasado por encima. Cada que cruzan un tope, la lámina y los cristales truenan como si fuera a quebrarse, y los pasajeros se azotan contra los asientos rasgados.

¡Este güey piensa que trae animales!, dice un señor mientras se incorpora al asiento. Metros más adelante el microbús9 no alcanza a frenar y se azota contra un segundo tope.

Aún sentados, la gente se afianza a los tubos por miedo de sufrir un golpe. Otros, los más altos, no necesitan agarrase pues sus rodillas quedan atrapadas entre los asientos angostos. Los todavía menos afortunados acaban con las piernas en el pecho, pues en el lugar que alcanzaron hay un escalón.

En los microbuses, el horario, depende de lo dispuesta que esté la gente a esperar o a levantarse temprano, dependerá cuál de los tres tipos de viaje pueda tener: el confortable, en donde el usuario puede ir sentado, maquillándose, leyendo o tomando una siesta recargando la cabeza en un cristal con manchas de gel o de grasa de quien minutos antes se durmió.

El segundo viaje por el que se pagan entre cuatro y cinco pesos dependiendo los kilómetros recorridos es en el que se va de pie. Este puede ser soportable si no va tan lleno o si los niños y jóvenes no viajan con bolsas y mochilas en la espalda. Pues por más que el chofer grite “en doble fila, por favor”, no hay manera en que dos personas ocupen los 50 centímetros que mide un pasillo.

El tercer viaje y que según la viveza del usuario puede salir gratis es de mosca. Este se cumple cuando la unidad está abarrotada aunque la lógica del chofer lleve a decir “si se recorren caben más”. Aquí la destreza es lo primordial, pues quien sube sólo tiene un pie en el escalón de la unidad y se sostiene o de la puerta o ventana.

Aunque hace algunos años la normativa prohibió que los microbuses fueran modificados con el tablero forrado, luces de neón, vidrios polarizados y equipo de sonido profesional, aún sobreviven las bocinas estruendosas, altares religiosos en el parabrisas y ventanas y techos con estampitas del demonio de Tazmania, Bart Simpson sin pantalones o caritas felices.

En un circuito común se viven cerrones, mentadas de madre con el claxon, microbuseros que no ven las luces rojas y otros que en varias ocasiones se detienen en doble fila o la mitad de una calle para subir o bajar usuarios, pues según operadores, hay pasajeros que esperan que el microbús los deje a la puerta de su casa.

“Madrecita, la bajo en la esquina, aquí no la puedo dejar porque hay polis, si quiere baje por adelante” responde el chofer a una mujer mayor que pidió descender.

—Qué Dios lo bendiga, joven

—Gracias, madre, Dios la oiga, se despiden.

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