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Por: Óscar Balderas
Zunduri aprieta los dedos. Tensa las piernas. Dice que la primera vez que la encadenaron fue para impedir que asistiera a una fiesta de sus patrones. El recuerdo está fresco como las heridas en el cuello y espalda: esa madrugada los dueños de la tintorería donde trabajaba, Leticia Molina y José Sánchez, la sacaron de la cama, la bañaron con agua helada y la obligaron a bajar del primer piso de la casa hasta la planta baja, donde estaba el local que se volvería su mazmorra.
Quiere llorar. Se aguanta. Se estremece cuando narra que la propietaria del negocio le dijo, con una sonrisa burlona, que ella no podía ir a la fiesta por culpa de esas cicatrices que le tapizaban cuerpo y cara, pero que tenía dos regalos para ella: una cadena gruesa y gris que rodeó por su cuello y un candado que sirvió para sujetarla a la herrería donde colgaban los vestidos de los clientas.
Toma aire. Destraba los dedos. Cuenta que la debilidad de su cuerpo le impidió rebelarse. Sabía que si gritaba o pedía auxilio le tocaría una tunda peor que las diarias, así que se resignó a escuchar en el piso de arriba la música y risas que salían del babyshower de la mayor de la hija de sus patrona.
Zunduri recuerda que lloró hasta que se quedó dormida. Cuando despertó seguía encadenada y se preguntó cuánto tiempo más la dejarían así. El infierno que padeció la madrugada de noviembre de 2013 se extendería 17 meses.
Mujer en cuerpo de niña
El próximo 9 de mayo Zunduri cumplirá 23 años, aunque no los aparente. Parece que su cuerpo quedó en pausa desde los 15 años, cuando entró por primera vez a trabajar en la tintorería ubicada en el 134-22 de la calle Izamal, en la colonia Lomas de Padierna, en Tlalpan. Su presencia llama la atención por el metro y medio de estatura combinado con su delgadez extrema, el tono amarillento en la piel de quienes tienen una anemia severa, las quemaduras, las costras frescas, la pus enquistada y las cortadas de un pigmento más claro en la epidermis. Pero especialmente llama la atención su voz, que a medida que cuenta su historia se hace más fuerte.
Cuando llega al lugar de la entrevista lleva consigo casi todo lo que tiene. Tenis azules, pantalón guinda, blusa blanca, suéter rosa y gorra verde. Una bolsa con ropa discordante son sus pertenencias después de casi seis años de trabajos forzados.
No habla de su infancia ni de sus padres. Dice que esos recuerdos duelen mucho. Su historia la cuenta a partir de que dejó el segundo grado de secundaria y desesperada por salir de su casa pidió a Leticia, la mamá de una compañera del salón, que le diera trabajo planchando ropa.
“Al principio era un buen trabajo. De nueve de la mañana a ocho de la noche y me pagaban 300 (pesos a la semana), pero yo vivía con la familia. Me daban de comer y dormía con ella (Leticia) y sus hijas en la casa, arriba de la planchaduría. Yo hasta le decía ‘mamá’”.
Pero aquello duró poco. A los dos meses, Zunduri conoció un chico y renunció al trabajo para vivir con él. Dos años después, la relación terminó y ella volvió a la tintorería para pedir su antiguo empleo. La condición fue que aumentaría el ritmo de trabajo y aceptó.
“Pero cada vez era más y más trabajo. Dormía poco y me daban menos comida. Yo me sentía cansada y sin querer quemé varias prendas”.
Los clientes reclamaban a Leticia el reembolso total de la ropa maltratada y ella convertía esa pérdida en una deuda para Zunduri. Una camisa quemada que el cliente aseguraba que costaba mil pesos significaba para la empleada tres semanas de trabajo sin paga, con agua y comida al mínimo. Esas condiciones de trabajo le provocaban más cansancio, más errores y el crecimiento por meses de un adeudo que se volvió imposible de pagar y una mañana huyó.
“No sé cómo, me encontró en casa de una amiga, aunque yo no me escondía porque no había hecho nada malo. Me dijo que me iba a demandar por robo. Decía que le debía lo suficiente para que yo siempre estuviera con ella”.
Ese tercer regreso fue el comienzo del infierno. Zunduri relata que, al menos, durante los primeros siete meses no recibió sueldo y los cinco habitantes de la casa —Leticia, su hermana Fany, su pareja José y sus hijas, Ivette y Jannet— la golpeaban diario, aunque nadie era tan violenta como su “mamá”: un día le enterraba las uñas en las piernas, otro le clavaba los ganchos de la ropa, a veces le aventaba las herramientas del negocio, usaba mecates para quemar su piel y en ocasiones la martirizaba con la plancha hirviendo. “Mira, así”, dice y muestra su cuello con cicatrices rosas abultadas, que rodean una herida semicerrada ocre y negro. “Con la plancha prendida ¡y zaz!”.
Por eso, cuando aquella madrugada Leticia y José la bañaron y le dijeron que tenían una sorpresa para ella, pensó que se trataba de su liberación. Que era la última humillación antes de decirle que la deuda, por fin, estaba saldada. Lo peor aún no ocurría.
No es el único caso en México
El Índice Global de Esclavitud 2014 indica que en México hay 266 mil 900 personas que trabajan como si fueran propiedad de un “amo”. Para reunirlos en un mismo lugar tendrían que construirse 27 réplicas del Auditorio Nacional y uno de esos asientos se reservaría para Zunduri, junto a los jornaleros de San Quintín, Baja California; los niños mineros de Sabinas, Coahuila, y las mujeres de las maquiladoras clandestinas en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Ellos son quienes han llevado a México a ocupar el primer lugar en América Latina y quienes han puesto a nuestro país en el lugar 18 de 167 naciones con el mayor total absoluto de esclavos: debajo de Vietnam y arriba de Filipinas. Peor que todos los esclavos que tienen Afganistán, Corea del Norte y Serbia juntos.
Zunduri tenía apenas cuatro metros de cadena, al fondo del local, para moverse. Planchaba y comía de pie, le permitían sentarse para dormir y hacer del baño en bolsas, porque el sanitario quedaba a seis metros.
Pasaba hasta dos días sin beber, para sobrevivir humedecía sus labios con el agua caliente que expulsaba la plancha. La dejaban hasta cinco días sin alimento, por lo que la crema que le daban para curar sus heridas la volvía en comida. Aprendió a comer bolsas de plástico de los trajes de los clientes y lo que encontraba en el piso. Nadie podía verla desde la calle porque la tapaban varias pilas de ropa y su llanto era silenciado con música que salía a todo volumen.
“En todo el cuerpo, en todo”, dice, “hoy no hay ninguna parte de mi cuerpo que no tenga cicatrices por ella o alguna de sus hijas. Son quemaduras, rasguños, marcas de tortura”. Miro hacia abajo y veo que entre la bastilla de su pantalón y sus tines se asoma una franja de piel de dos centímetros de grueso. Y ahí hay, al menos, 20 cicatrices. Ni en los tobillos tiene piel sana.
Según el comunicado de prensa de la procuraduría del DF, Zunduri pasó 24 meses así, pero en el relato de ella fueron 17. “Desde noviembre hasta apenas... el sábado pasado”, dice, sonriente, al fin, cuando recuerda su huida.
A principios de la semana pasada, José y Leticia la reubicaron al fondo del negocio. Al quitarle la cadena no se aseguraron que el candado cerrara. Era la última, acaso la única, mejor oportunidad para escapar. Durante cuatro días disimuló estar presa, hasta que el sábado 25 de abril, cuando se cercioró que sus captores dormían, se quitó la cadena, subió a la taza de baño y se aventó por una ventana al patio. En la madrugada, corrió tanto como pudo hasta casa de una amiga, quien la llevó con un doctor que se negó a atenderla. Por la gravedad de sus lesiones, dijo el médico, tenía que ir primero a la policía.
Tres días después, un comando de policías de investigación entraron a la tintorería y arrestaron a la familia, por ordenes de la fiscalía de DF contra la trata de personas.
Hoy, los cinco presuntos victimarios están presos: las cuatro mujeres duermen en el penal femenil de Santa Martha Acatitla y José en el Reclusorio Oriente, en espera de una posible sentencia de hasta 50 años de prisión. Sus celdas se cierran con gruesos candados.
“Quiero que paguen cada lágrima, cada golpe, todo lo que llegué a pasar”, dice Zunduri, cuando nuestra plática termina. “Mi plan es vivir. Quiero ser repostera, quiero vivir, quiero recuperar los años que no viví”.
Sus ojos se iluminan por primera vez en la conversación. Luego, la primera sonrisa, cuando prueba un jugo de naranja que pidió al terminar la entrevista.
“¿Quieres que publique tu nombre real?”, le pregunto, antes de que se despida. Piensa. Sonríe otra vez.
“No. Ponme Zunduri, es japonés. Así se llamaba una amiga”.
Zunduri significa “niña hermosa”.