A María Esther Tuz Miranda le enseñó a cocinar su abuela materna, Amira Miranda, quien aún vive y tiene 89 años. Empezó a los 13: era la mayor, y por un apuro familiar, tenía que alimentar a sus seis hermanos. Poco a poco aprendió a preparar chayitas, salbutes y guisos menos conocidos como el pipián de chaya con ciruela. Ahora está en sus treintas y muestra orgullosa sus preparaciones fuera de Tekax, población de donde es originaria y que está a casi dos horas de Mérida, la capital yucateca.
Ella tiene mucho en común con María Inés y Carmen Dimas Carlos , dos hermanas de Santa Fe de la Laguna, Michoacán , un poblado de la cuenca del Lago de Pátzcuaro. Ambas aprendieron a cocinar gracias a Susana Villa , su abuela paterna. Comenzaron a vender comida por necesidad y hoy en día son reconocidas por su gran sazón en guisos como atole de pinole, nacatamales y tortitas de charales. Aunque estas mujeres purépechas estén a más de mil 600 kilómetros de su colega maya, su labor y la de tantísimas otras es fundamental.
Como esa triada de historias hay muchas en un país multicultural como México. Algunos han preservado sus saberes e ingredientes en las comunidades rurales e indígenas por un tema de tradición, memoria y cariño, pero también por un tema de sobrevivencia. Dar de comer a otros es sostén económico. Hay diversidad, sostenibilidad, resistencia pero también innovación, si se les va conociendo a profundidad. Los estados natales de María Esther, María Inés y Carmen son ejemplos de los muchos universos que tienen las cocinas mexicanas.
Michoacán
fue el estado pionero en la organización de los encuentros donde cocineras de diferentes comunidades se reunirían para mostrar lo vasto de sus saberes y sabores. Este 2017 el Encuentro de Cocina Tradicional de Michoacán cumplió 14 ediciones. Yucatán celebró el segundo y el plan es continuar.
Pero antes de estos eventos existían (y siguen existiendo) una considerable cantidad de ferias locales gestionadas por los habitantes de los pueblos en las cuales las comidas típicas, las artesanías, la danza tradicional y la agricultura son parte de la agenda. Estas reuniones populares sirvieron de inspiración para a estos convites que siguen cambiando y construyéndose. Incluso, ya se realizan en otros lares como en los estados de Tlaxcala, Morelos y en fechas recientes, Oaxaca.
Cocinera yucateca Blanca Rosas.
La declaratoria como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) que se hizo en 2010 se logró gracias a un expediente que tuvo como paradigma a la cocina michoacana tradicional, “comunitaria, ancestral y viva”. Sin embargo, la cultura alimentaria es más amplia y compleja que los nombramientos, premios y reconocimientos pues depende de otros factores económicos, políticos, sociales e, incluso, culturales.
Benedicta Alejo, Juana Bravo, Rosalba Morales, Cayetana Nambo, Victoria González, Esperanza Galván, Amparo Cervantes y Lucila Estrada
son algunos nombres de cocineras michoacanas que año con año han presentado diferentes platillos. Los comensales pueden encontrar desde tacos de charales y corundas de verduras hasta atápakuas de fiesta, mole de queso o chile de mango. Y aunque la idea general es que es solo una labor femenina, Sindy Amaya y José Cornejo son excepciones a la regla que deleitan en estos convites.
En Yucatán mujeres como Blanca Rosas Campo, Cristina Novelo, María Lucrecia Cauich Sánchez, María Argáez Buctzotz, María Antonia Yam Chi, Natividad Martín Muñoz, Guadalupe Casanova y Addy Sosa Méndez son quienes muestran que las cocinas yucatecas son cochinita pibil y salbutes pero también relleno negro enterrado, albóndigas de cazón, tamal de chaya con huevo, toksel (compuesto por ibes tiernos con pepita de calabaza) y hasta una receta como el “pavo loco” (que lleva guajolote, papa, plátano, tocino, entre otros secretos).
Como asistentes a estos eventos hay que alejarse del sentido de exotismo y el fetichismo. No hay que esperar ir a una kermés con ene mil número de platos “raros” por probar. Lo fundamental para que haya una mayor visibilidad de la diversidad y la riqueza culinaria es darle su lugar a la gente y respetar su conocimiento, valor, cosmovisión y noción sobre el patrimonio. Que los encuentros sirvan para sensibilizar ante la otredad y la inmensidad alrededor de la alimentación. María Esther, María Inés y Carmen son parte de ese universo que aún tiene caras ocultas.