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La hamburguesa es una construcción eficiente, satisfactoria, portátil. Cuando llegó a su primera cima, 1950-1956, sus tiempos eran los de la expansión de las carreteras, carreteras ocupadas por autos cada vez más grandes, más eficientes, más satisfactorios. Más familias con más miembros que vivían más lejos y querían ir a más lugares más lejanos. La hamburguesa es el alimento perfecto para comer mientras manejamos: una mano al volante, la otra en el sándwich. Fue un alimento unificador en la era atómica; tal vez el alimento unificador de la era atómica. “Era perfecto para la nueva familia –escribe Josh Ozersky, historiador hamburguesero–, cada uno de sus miembros con su propia esfera de intereses, todos unidos en un tácito consenso. En una cena de hamburguesas, cada miembro podía comer su idéntica comida, cada uno su carne, su carbohidrato, sus propios condimentos, todos contenidos en una mano.”
En México la hamburguesa de carrito es, tal vez, la más notable heredera de esa movilidad, de esa contención. Piensen por ejemplo en las hamburguesa del parque de Pilares. Nada o casi nada la distingue de las hamburguesas de hace sesenta años. Hay diferentes versiones –con piña, con tocino, con jamón, dobles, triples, etcétera– pero la más sencilla, sólo carne, queso, lechuga y jitomate, aderezada con rapidez, sin miramientos, envuelta en un papel transparente (polipapel), es un pequeño mundo en movimiento. No es pequeña: la hamburguesa pequeña es anterior a la era atómica (ejemplo: White Castle, inventores pero no perfeccionadores de la hamburguesa en serie), ni descomunal: la hamburguesa que no cabe en la boca es posterior a la era atómica, es nostálgica o retroactiva. Ni pequeña ni grande, la hamburguesa sencilla de Pilares no busca nada más que su propia contención. ¿Cómo la consigue?
Es modesta: no tiene vanidad ni lujos; la templanza es una de sus cualidades. Su carne no es riesgosa; empacada compactísimamente, sin término más arriba o más abajo del ‘bien cocido’, es estándar, repetible una y mil veces. La portabilidad de estas hamburguesas requiere fijeza en su preparación. Sus aderezos son un pequeño museo de la industria humana, del capitalismo expresado en salsas. Aderezo de mayonesa (ni siquiera mayonesa mayonesa) Hellmann’s, mostaza Kraft, cátsup Heinz/Kraft: esto es el triunfo de la venta a las masas, la aplastante y feliz maquinaria de la calidad/precio.
Más todavía: el bollo es Bimbo, símbolo del pan industrial. Su superficie lisa apenas interrumpida por un ajonjolí ocasional, seca, es un vehículo ideal para contener una comida completa; la grasa, el jugo (escaso), lo pegajoso, incluso el olor se mantiene en el alimento, no pasa a la mano. Casi podrían prescindir del papel. El sabor del bollo es blando, un poco inexistente: nadie podría acusarlo de protagonismo; la textura es suave, flexible, pero no débil: resiste con precisión el ataque de la carne y de los dientes hasta justo el final de la comida. No hay que soltarla ni bajarla: es una hamburguesa que se consume de una buena vez; una hamburguesa para ir caminando o, mejor, manejando, los ojos fijos en la carretera y el futuro.
Hamburguesas del Parque Pilares.
Pestalozzi esquina Matías Romero, del Valle. Precios. La última vez que estuve ahí pedí una hamburguesa con queso y un boing en lata. Pagué 50 pesos, ya con la propina.