Éste es un lugar común: la ciudad de los tacos, también conocida como “ciudad de México”, no descansa nunca. Ésta es una variación, acaso menos común pero más precisa: la ciudad de los tacos no descansa pero no es cíclica como el día y la noche. Su tiempo es una línea más o menos horizontal con picos y valles; su línea de tiempo se parece a un skyline urbano sin fin para cualquier lado que lo veas. Siempre hay un nuevo taco preparándose en algún lado, modificando de alguna forma el trazo del paisaje. La línea del tiempo de la ciudad taquera no tiene solución de continuidad. Hay tacos nocturnos, tacos vespertinos, tacos trasnochados y desmañanados; tacos para desayunar, almorzar, comer, merendar, cenar, volver a cenar.
Las diez de la mañana marcan uno de los primeros picos del día en la ciudad de los tacos. Algunos grandes taqueros culminan el trabajo doméstico y de preparativos de un día o dos abriendo por fin las cortinas de su local y disponiendo su producto en cazuelas, o picándolo y colocándolo a las orillas de enormes planchas o comales, o en insertos metálicos sobre baños maría, o en canastas atadas a bicicletas…Las diez de la mañana son el primer gran pico de El Gallo.
Ahora, piensen en los ‘corredores gastronómicos’, esos como pasillos de puestos —tacos, tortas, quecas con o sin queso—que nacen donde miles de personas confluyen con hambre, prisa y cartera flaca. En estaciones del metro, en hospitales, atrás de los atrases de edificios de oficinas en Santa Fe. Algunos de estos corredores tienen un héroe. El metro Chabacano tiene al Gallo. Todo alrededor son puestos de comida: sobre el eje 3, sobre San Antonio Abad, hay tacos (un local se llama Sistema de Carnitas Colectivas, gran nombre), tortas, jugos, frutas, caldos de gallina, y todos parecen orbitar sobre el gran sol que es El Gallo. El Gallo es un centro gravitacional. El bajopuente le pertenece, como la tierra le pertenece a esa estrella que aparece todos los días en el cielo.
En horas tranquilas (cuando el puesto está lleno) El Gallo parece un taquero excelente; en horas pico parece un actor shakespeareano. Su memoria es prodigiosa: se graba órdenes, cuentas, nombres a una velocidad que desafía incluso la velocidad a la que sirve sus tacos de chicharrón prensado. Es un Funes. Es uno de esos violinistas que sin cambiar de expresión pueden tocar el concierto de Sibelius y el finale del de Tchaikovski en el mismo ensayo, sin ver las partituras. Y su capacidad de improvisación se parece a la de un gran standupero. Cambia el sazón de un taco en un instante, mejorándolo con un poco de caldillo o con la mitad de un huevo cocido. Aunque parezca que no, sus guisados están cambiando siempre. El Gallo está probando, y modificando, constantemente. No es un maestro taquero aún, pues como todos sabemos en asuntos de tacos y sushi la maestría sólo llega con la tercera edad (El Gallo debe tener cuarenta años), pero lo será. Lo será y lo será.
Al Gallo hay que decirle por su nombre: “Uno de prensado, Gallo”, o: “Uno de picadillo, Gallo”, como si uno lo conociera de toda la vida. Parece que todos lo conocen de toda la vida. Tal vez ha estado siempre ahí, como el sol, pero su aparente juventud nos engaña. El Gallo bien puede ser el mejor habitante de la ciudad de México en estos momentos.