“Sin alimento no se puede tener nada. Gracias a eso, uno se puede mover, reír, observar, escuchar, respirar, hablar y mover las manos y los pies para trabajar. Me siento contenta y orgullosa de que otros puedan conocer lo que comemos en mi región, lo que aprendimos con nuestras madres,” dijo Emma Méndez, cocinera de Huautla de Jiménez, Oaxaca. Una de sus hijas, Ruth, y su nieta, Ximena, la acompañaron.
Esta mazateca preparó, entre otros platillos, frijoles “de casa” o “picosos” que es propio de la época de la cosecha de la milpa. Además de epazote, salsa y cebolla, llevan tepenquistle o tepequistle, un fruto similar a la aceituna. Algunos pasaban de largo al ver que era en apariencia simple. Quien se detuvo a probarlos supo ver la belleza que hay en los ejemplos de la cultura alimentaria hecha guiso. Así como ellas que pertenecen a La Cañada, otras más originarias de las ocho regiones oaxaqueñas se reunieron durante el Primer Encuentro de Cocineras Tradicionales de Oaxaca, en la Plaza de la Danza en la capital de esa entidad. El convite fue muy esperado en esta zona mega diversa del país. Algunos territorios como Valles Centrales son más frecuentados gracias a su ubicación, pero otros que están más alejados también tuvieron representatividad en el festival.
Entre el variado menú estaban desde las empanadas de amarillo, de Faustina Valencia, “Tina”, de San Antonio Castillo Velasco, población a una hora de distancia de la “Verde Antequera”; hasta el pozontle de Irma Hernández. Esa bebida zapoteca de Villa Hidalgo Yalalag, a tres horas y media del epicentro oaxaqueño, tiene dos ingredientes esenciales: cacao y cocolmeca, un bejuco de monte. Ambas vestían sus ropas tradicionales, las dos cocinan para fiestas patronales y sociales como bautizos, quince años y bodas.
Muchas cocineras provenían de comunidades indígenas y buscan visibilidad ante la marginalización. Por ejemplo, Simona López de Santa María Zacatepec es parte de los tacuates de la Mixteca en la Costa. Viajó seis horas para presentar con sus compañeros delicias como frijoles con camarón, salsa agria y atole de mango con piloncillo, que explicó en su lengua así como en español.
Al comer van implícitos comunidad y medio ambiente; por ejemplo, Mayra Mariscal de San Juan Bautista Cuicatlán es productora de chiles chilhuacles junto con su esposo. En un espacio protegido cosecha alrededor de 300 kilos cada temporada y abastece a restauranteros con el insumo, pero sobre todo contribuye a evitar que desaparezca esta especie endémica, de colores negro, amarillo y rojo. Ella agasajó a comelones con el chilecaldo, que lleva res, calabaza tamala, elotes y la variedad dorada de esta joya vegetal.
Si bien está presente el tema del legado, hay que hablar de que se cocina por necesidad. No faltan adjetivos de mistificación para describir a las cocineras y, aunque alquimistas, también son mujeres trabajadoras que han mantenido la economía de sus familias desde generaciones atrás. Además, son voceras de la heterogeneidad, porten o no un huipil. Lorenza Taboada y su madre, Magdalena Vázquez, de San Lorenzo Cacaotepec, en Valles Centrales, no llevaban listones ni bordados coloridos y aún así tienen un amplio conocimiento de las comidas de su pueblo, como las enchiladas de coloradito con higaditos.
“Soy de un pueblo, me gusta darlo a conocer, pero te encuentras con obstáculos. Muchos piensan que te vas a llevar grandes ganancias al venir a estos eventos. Algunos solo ven esto como negocio y no se debe ser así: es algo que uno hace con gusto y amor para que sepan qué es lo que tu cocinas y qué hay en el estado,” confiesa Lorenza durante nuestra visita.
La identidad está en variopintos lenguajes. Para lograr una valoración de su trabajo hay que escucharlas, luego probar lo que ofrecen. Los encuentros como este son más que una kermés. De nada servirán esfuerzos colectivos de organizadores comprometidos y recursos gubernamentales si no se les deja de ver como “las señoras que venden comida” y eso dependerá de todos.
Este encuentro es un logro. Que la algarabía sirva para ayudar a que visitantes y locales vean que la labor de las cocineras tradicionales trasciende al sabor y al número de platillos servidos. Su importancia no radica en récords de asistencia, logros individuales o actos protocolarios, sino en sus historias y necesidades que reflejan reciprocidad y colectividad.