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Es posible que exista una ecuación o una red de nodos que nos permita saber que estamos ante un ‘buen restaurante’. La comida, la distancia entre las mesas o los comensales, la disposición o el talante de las personas que trabajan ahí, la inteligencia o la pertinencia de su iluminación, la relación con su entorno: todos esos son factores de esa ecuación o nodos de esa red… Las expectativas que el propio restaurante voluntariamente crea cuando entra en contacto contigo, de las muchas formas en que lo hace, es otro factor –importantísimo– de esa ecuación.
Todo restaurante –en realidad todo establecimiento: un museo, un hospital, etc.– crea o sugiere sus propias expectativas. Tomemos el caso de Lorea, un restaurante joven y decididamente ambicioso en la colonia Roma. La primera vez que fui, sin reserva, la puerta estaba cerrada. Llegar a un restaurante a puerta cerrada invita a crear ciertas expectativas; por ejemplo, las de lo secreto, las de una información codiciable y guardada celosamente. (Después supe que el propio restaurante pide reservar. Error mío.) El interior de Lorea es sin embargo ligeramente hostil, desperdigado; la distancia entre mesas y comensales invita menos a la conversación que al silencio reverente; la iluminación es laboral, como la de un restaurante en los últimos momentos del día, cuando sólo queda una mesa con clientes (medio o completamente alcoholizados) y los pobres meseros han volteado las sillas e indicado de todas las maneras posibles que es hora de cerrar.
La llegada de la comida a la mesa, su disposición frente al comensal, los mensajes de su servicio: esos también crean expectativas. Todo aquí es un poco stuffy, empañado de humo y significados vanos. Estar en Lorea es estar en un restaurante del pasado, pero no de un pasado remoto que podemos confundir con nostálgico (como estar en La Fogata o en La Casa del Filete) sino de un pasado que recién habíamos superado, ese en que el llamado fine dining era teatral, mal ventilado, imperativo. El mundo giró de ese servicio y ese talante. (En el DF la llegada de restaurantes como Merotoro, Rosetta y Máximo contribuyó a dar el giro; las últimas maniobras de Pujol tal vez serán el volantazo definitivo.) Estar en Lorea es estar en un restaurante con un delay de unos quince años.
Lorea parece querer enseñarnos a comer en un restaurante. Tiene un ánimo educativo cuando no pedagógico. Al principio de la cena un mesero llega con una cajita, que contiene una carta no demasiado breve dirigida a ti, “querido extraño”. El mesero declara que la carta debe ser leída en voz alta por uno de los comensales. (La segunda vez que fui no hubo carta; tal vez porque iba solo o tal vez porque tuvieron piedad de mi persona.) Escrita con dificultad, atribulada de comas y sinónimos, la carta recomienda esto en el tercer párrafo: “huele, toca, pero también escucha y escúchate; ve, mira y observa”. Pero esperen: ¿no es justo eso lo que hace uno en una cena cualquiera? Oler, tocar, escuchar, ver: ¿no son verbos comunes a todas las mesas recreativas? Hasta donde yo sé, sí lo son. Pues bien: yo vi, olí, toqué, escuché e incluso probé el primer plato, que en el menú se llama ‘bocado de queso, hierbas y brotes’, y puedo decir que es como un chicharrón de queso del Califa (el especial, que trae su cilantrito), pero pomposo, elucubrado.
Sorprendentemente, Lorea impide o tergiversa su propia recomendación. No bien uno ha comenzado a “escuchar y a escucharse” cuando otro mesero corta la conversación entre los comensales para ponderar las virtudes del plato, de todos los platos, que está a punto de servir. Perdón que los interrumpa es una suerte de comodín, cuando no mantra, de la cena. La misiva de Lorea dice esperar “que la austeridad no te abrume”; pero Lorea es lo contrario de austero: no puede dejar de decir qué y cómo sentir o imaginar. Es palabrero, hiperexpositivo. Si Lorea fuera un director de cine, no sería el austero Polanski –que siempre parece estar negando información, dejándonos eternamente con el deseo de un poco más– sino el redundante Christopher Nolan –que siempre nos deja con la empalagosa sensación de haber visto dos veces la misma película: primero, la vez que los personajes nos dijeron qué iban a hacer; segundo, la vez que de hecho ejecutaron lo dicho.
Déjenme tratar de probar esa redundancia un poco más a detalle. Ya dije que todos los alimentos vienen con una interrupción en forma de prólogo o clase o declaración de principios. Por ahí del quinto tiempo un mesero se acerca con una hogaza de pan y la coloca en el centro de la mesa. “Para nosotros en Lorea –dice– el pan representa el espíritu de compartir.” Más allá de la humareda, ¿qué puede querer decir esto? En serio en serio: ¿no el pan representa para todos ese espíritu? Al menos desde que Jesús famosísimamente encargó a sus discípulos que partieran y repartieran el pan en su memoria, eso es exactamente lo que representa para todos. Lorea es incontenible en su mansplaining. (Lorea es un restaurante masculino, cuando menos en eso.) Quién sabe si todo el asunto sería distinto, más fácil de sobrellevar, si el pan fuera, sencillamente, un mejor pan. Un pan que probaras y dijeras: Todo está perdonado. “Está hecho de kamut, un grano que sólo se encuentra en Egipto”, informa diligentemente una mesera. Puede ser, pero se agradecería también el sabor, la contundencia, la acidez divertida y guapachosa de las masas madres más felices que se encuentran en todas las partes del mundo. De nuevo: un pan no estorbado por un prólogo podría ser más satisfactorio; de nuevo: expectativas insatisfechas.
Oh: pero Lorea es un restaurante en que la diversión ha claudicado. Cenar en Lorea es más un trabajo que una fiesta. El único plato de veras chingón de la cena –chingón=incontestablemente sabroso, cumplidor, sin grietas, repetible– es un caldito de ave servido al final de los fuertes, como una transición hacia los postres. Es un pho ga como un pho ga sabe ser: especiado, aromático a yerbas y a anís, mentolado; es como un té ovíparo que encuentra solaz en su ser caldo y no ser té. (Entre paréntesis: uno podría crear un caso alrededor de que la especialidad de los cocineros de Lorea sean los caldos. Además del pho, hay un buen dashi y una sabrosa cremita de alcachofas con queso al principio de los fuertes o, como se llaman aquí, de “El Festín”. Son los tres mejores platos del menú.) Pero su tiempo es volátil. Viene en una tacita de espresso; dura lo que dura un trago, incluso menos. Y sin embargo, también este momento debe ser interferido por el trabajo que es estar en Lorea. Un mesero se acerca con una admonición: “Para nuestro primer postre los comensales deben pasar a la cocina.” ¿En serio? ¿No es posible disfrutar por fin este breve instante de dicha verdadera con este sabor de pho aún detenido en la nariz, con esta copa de vino? ¿Hay que ir a ver el performance no solicitado de unos cocineros que de cualquier modo están ahí, frente a nosotros, en una cocina abierta? “Serán los primeros clientes que no quieran pasar a la cocina”, dijo el mesero con una sorpresa tal vez no fingida. Por cierto, el postre que produce ese performance es el más correcto del grupo de los postres: un helado de jengibre con yogurt y conservas.
Pero, ojo, Lorea no padece lo que solemos llamar un “mal servicio”. Es cierto que hay algunas presiones ejercidas por los meseros que bien podrían ser más sutiles (ejemplo: para vendernos el menú largo, de 1300 pesos, la mesera lo llamó “para aventureros”; para disuadirnos del corto, de 900 pesos, lo consideró “para gente conservadora”), pero la amabilidad es a toda prueba. Incluso a la prueba del sentido común. Hay, se diría, una deslumbrante distancia entre la cocina, los meseros y los comensales. La comida es insípida, plana. No tiene fracasos descomunales (salvo un insípido tocino servido en la primera parte del menú), pero tampoco tiene chispa o coquetería. Y sin embargo los meseros venden esta comida como el último grado del disfrute. ¿Recuerdan aquel episodio de Dimensión desconocida (‘It’s a good life’, 1961) en que los habitantes de un pueblito gringo deben declarar incesantemente la bondad de todo lo que sucede a su alrededor, aunque sea algo atroz, pues un malévolo niño con poderes mentales los tiene bajo su control? Pues hagan de cuenta. Aquí el trabajo de los cocineros no está tanto en la cocina como en la invención de razones para que esa cocina sea admirable. Naturalmente, ese ulterior trabajo puede modificar la obra para ellos, pero no para nosotros. No importa con cuántos laureles sea puesto ese arduo tocino sobre la mesa: es un mal tocino. (Yo pensé que el adjetivo mal y el sustantivo tocino no podían ir juntos, que su unión era una contradicción hasta biológica. Pues no lo es.)
Quién sabe. Lorea es un restaurante joven pero mareador, ambicioso pero sabihondo, energético pero vendedor de humo. Es probable que exista una ecuación que indique qué es un buen restaurante. Si es así, en este caso yo podría concluir que no: al menos por ahora, Lorea no es un buen restaurante.
Lorea: Sinaloa 141, Roma Norte.
Tel: 5591307786.
Precios. La última vez que estuve ahí pedí el menú corto con maridaje y un agua mineral. Pagué $1762.95, ya con el 15 de propina.