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Y ahí estaba yo, quieto y callado como una estatua renacentista. De pie, observándolo, registrándolo y oliéndolo todo. Apoyado en una pared de la cocina del restaurante número uno del mundo: la Osteria Francescana.
Media hora antes había terminado mi entrevista con Massimo Bottura, el dueño del local, el artista que actualmente carga con el peligroso título de ser el chef número uno del mundo, el cocinero que desde este pequeño restaurante en Módena le ha dado un nuevo aire a la gastronomía mundial. O, mejor, un huracán de ideas deliciosas.
Apenas apagué la grabadora, el hombre de 54 años, de barba blanca, de pelo desordenado, de ojos brillantes y bailarines, de palabras exultantes y precisas, de conceptos claros y algunas veces poéticos, de jeans y tenis desgastados, me agarró del brazo y me dijo: “Vieni qua” (“ven aquí”). Desde su oficina, a 30 metros de su restaurante y a 80 metros de su apartamento –todo en el centro histórico de Módena–, me llevó a la puerta trasera de la Osteria. Allí me presentó a Takahiko Kondo, uno de los dos souschefs de su local –los comandantes de su batallón– y le indicó: “Mauricio es un periodista colombiano y va a entrar a la cocina al mediodía. Déjalo que vea todo y dale algo de comer”. Entonces me miró a los ojos y me preguntó: “¿Te importa comer de pie?”.
Era el viernes 27 de enero de 2017. A las 12:25 p. m. me paré en la puerta principal del restaurante más apetecido del planeta. Conmigo se encontraban listos y entusiasmados los 32 comensales que esta vez iban a llenar el cupo de la pequeña Osteria, nombre que históricamente han llevado los sencillos restaurantes de la cocina local italiana. Había franceses, mexicanos, japoneses, daneses, estadounidenses y chinos: “Tuve suerte, hice mi reserva hace dos meses y me habían dado un puesto para abril; pero cancelaron una mesa y me la adelantaron”, me dijo el danés Daniel Thomsen. En realidad, así hayan desfilado un puñado de famosos –como François Hollande, Robert de Niro o Mark Zuckerberg– los verdaderos clientes de la Osteria son todos los grandes amantes de la alta cocina del mundo entero.
Probar el menú de degustación en la Osteria Francescana –a razón de 420 euros, con maridaje de vinos– es un gusto que hoy únicamente se pueden dar 300 personas a la semana, en un doble servicio de almuerzo y cena. El primer restaurante del mundo no abre los domingos ni los lunes. El concepto del descanso, a la italiana, tiene mucho sentido.
Los dos geniales sous-chefs de la Osteria me recibieron en su cocina: “Taka” Kondo y Davide di Fabio, uno con 12 y el otro con 13 años al lado de Bottura. Con paso monacal aparecieron los meseros y el jefe de comedor con las exigencias de la clientela. Aquella imagen de la cocina caótica, que en los años noventa se forjó a fuerza de “putazos”, pasó a mejor vida. En la Osteria se habla otro lenguaje, uno más lírico. Los 16 jóvenes cocineros de Japón, Italia, Canadá, Corea, México, Inglaterra, Rusia y Polonia trabajan con la mejor buena onda del mundo (de ahí las delicias). Sí, está el ruido normal de cualquier cocina, pero aquí habita una mezcla de disciplina, alegría y convicción que se nota en los platos. El mise en place, que es la organización de los ingredientes, está hecho desde la mañana. En realidad, todo consiste en ensamblar.
Abusivamente me retiro de mi pared. Me muevo hacia la estación de Taka y hablo con él. “¿Quién es Bottura?”, le pregunto. “Es mi amigo, mi hermano, mi jefe. Un tipo que nos ha enseñado a divertirnos. Un hombre que celebra la vida y la celebra con nosotros. Por ejemplo, pocos imaginan la fiesta que nos montó el día que conquistamos la tercera estrella Michelin. Fuimos a una hacienda de producción de parmesano que se llama Hombre, donde, además, el dueño tiene una colección de 40 autos Maserati de todas las épocas. Ahí, en medio de esos autos, hicimos una fiesta memorable. Todo gracias a la alegría desbordada de Massimo”. Luego mira al techo y replantea: “Eso sí, discutimos mucho sobre fútbol. Él le va al Inter y yo al Chelsea, y así con todos en la cocina. Ahí sí empieza la guerra”.
La familia Bottura, conformada principalmente por sus cocineros y personal de servicio, casi todos los días juega al futbol después del servicio del mediodía en la cuadra donde desemboca la puerta trasera. No pasan autos. Módena es una apaciguada ciudad intermedia de 180 mil habitantes que, incluso, se da el gusto de cerrar su comercio todos los jueves. “Algunos se han lesionado jugando al futbol, es una pena. No solo porque el piso está empedrado, también están los muros”, subraya Taka.
Módena es sinónimo de buena cocina. Comer bien en esta ciudad ha sido genético e histórico, como lo ha sido en la región en la que está situada: Emilia-Romaña. Esta es la meca de tres productos exquisitos que de alguna manera definen la enorme gastronomía italiana: el aceto balsámico (vinagre), el prosciutto (jamón) y el parmigiano-reggiano (queso). Módena es, sin más, tradición culinaria, genuina y casera.
A medida que avanza el servicio –y mientras me lanzo a caminar por la cocina para preguntarles a los muchachos por los platos (a Jessica Rosevac encargada de los antipastos; Alice Serafini, de la pastelería; Giulio Martin, de los platos fuertes; o Francesco Vincenti, de la pasta) y para tratar de entender qué es eso que hacen en el mejor restaurante del mundo–, Davide y Taka me sirven sobre una pequeña mesa rodante, con la misma finura, alegría y amabilidad con la que cocinan, las creaciones por las cuales Bottura se ha hecho tan famoso en todo el mundo: Las cinco edades del parmigiano-reggiano, Una anguila nadando por el río Po, Las lentejas son mejores que el caviar, La parte crocante de la lasaña, arroz negro y gris con caviar Oscietra Royal… Yo, afortunado periodista tercermundista, las devoro feliz, conmovido, de pie.
“¿Quién es Bottura?”, le pregunto a Davide Di Fabio. “Es el hermano mayor. Una persona que siempre se ha preocupado por tener esta gran familia y porque la familia esté bien. Después, y creo que es lo más importante, es un hombre profundamente culto que nos ha enseñado a pensar, a saber que la base de la cocina actual está en las ideas”.
El día anterior había entrado al simpático café Menomoka, a 50 metros de la Ostería. Allí también le pregunté a Mateo Arseni, el muchacho que me atendió: “¿Quién es Bottura?”. La respuesta no pudo ser mejor: “Es un monumento de la ciudad. Aquí en Módena, en cualquier lugar se come bien, pero lo de él es un monumento”.
Por cierto, ¿por qué Módena tiene tan buena gastronomía? Sencillo: no solo en su ámbito rural existe un gran producto y en sus calles hay restaurantes cálidos y cero pretenciosos, sino que también hay dinero –allí están las fábricas y casas matrices de Ferrari y Maserati– y es una ciudad culta –su Teatro Comunale, donde constantemente se presenta ópera y ballet, vive repleto–. En Módena comenzó su carrera otro célebre hijo de la ciudad, un tal Luciano Pavarotti (de hecho, el teatro se llama Teatro Comunale-Luciano Pavarotti).
Así las cosas, no es una casualidad que en esa ciudad esté el mejor restaurante del mundo. Pero ¿cómo Bottura alcanzó la cumbre? Lo hizo a punta de trabajo, sin duda. Su historia dice así: en 1986 debutó con la Trattoria Campazzo, un local a las afueras de Módena donde, junto a una maestra de la pasta –Lidia Cristoni–, aprendió la verdad de la cocina local. Luego viajó a Nueva York, donde, incluso, sirvió capuchinos en un café italiano y conoció a la que sería su esposa, Lara Gilmore. Más adelante, gracias a su experticia en la cocina tradicional de su región, recibió un llamado del francés Alain Ducasse, maestro de la cocina mundial, para que hiciera la pasta en su prestigioso restaurante Le Louis XV, en el Hotel de París, en Montecarlo. De vuelta a Módena, el 19 de marzo de 1995, abrió la Osteria Francescana el mismo día en que le pidió la mano a su mujer. Todo cambió en 1997 cuando Lara lo llevó a ver una exposición del artista italiano Maurizio Cattelan, en la que había 200 palomas disecadas y suspendidas en las tuberías superiores del aire acondicionado, que se revelaban al público por cuenta de los excrementos ficticios en el piso. Bottura dijo: “Eso es lo que yo tengo que hacer”. Así, la transgresión del arte contemporáneo entró a su cocina. Un buen día de 1999, el chef catalán Ferran Adrià pasó por su restaurante, quedó encantado con lo que vio y lo invitó para que pasara un verano en El Bulli. Allá lo puso, entre otras, a preparar cuscús microscópico a partir de brotes de coliflor. De allí en adelante, ya con un explosivo arsenal en su cabeza, Bottura edificó una obra que no ha hecho otra cosa diferente que mezclar tradición e innovación con un montón de arte, diseño y poesía. En 2002 la Osteria Francescana ganó su primera estrella Michelin; en 2006, su segunda; y en 2012, su tercera. En 2016 fue elegido por los especialistas, según el listado World’s 50 Best, como el restaurante número uno del mundo.
Tres días antes de estar parado en la cocina de este restaurante, yo había asistido a Madrid Fusión 2017, el congreso gastronómico más importante del mundo. Allí hablé con el cocinero que, con su restaurante El Celler de Can Roca, ostentó el título del número uno en 2015: Joan Roca, el español que le entregó la posta a un italiano. “¿Quién es Bottura?”, le pregunté: “Es un gran cocinero y un gran poeta. Es un artista con gran corazón y gran conciencia. Encarna el rol de cocinero contemporáneo que creo que deberíamos tener todos. Es un hombre responsable con la sociedad de nuestros tiempos”.
Y así es. Bottura también tiene una enorme consideración por los demás y por el planeta. Food for soul (comida para el alma) es su proyecto social, en el que, incluso, ha recibido el respaldo del papa Francisco. En la Exposición Universal de Milán, en 2015, creó y abrió un comedor en el que un lujoso equipo de chefs se encargó de cocinar para 200 personas sin hogar. Del mismo modo, llevó su obra a los pasados Juegos Olímpicos en Río de Janeiro, donde, junto con otro puñado de estrellas de la cocina que él invitó, abrió un comedor y preparó alimentos para 2.500 residentes de las favelas de la ciudad. Incluso, recientemente abrió otro punto de beneficencia en el Bronx (Nueva York). Todo esto lo hace no solo por regalar comida, que ya está bien, sino para pronunciarse sobre el desperdicio de alimentos de nuestros días: lanza frases filosóficas al respecto, por las que, incluso, ha encontrado resistencia en su propio país. “Es un talentoso cocinero que, creo, ha puesto la filosofía por delante de la comida. El problema es que la filosofía no se come”, me dijo en Madrid Fusión el prestigioso crítico italiano Giorgio Dracopulos.
En lo que todos coinciden es que Bottura es un verdadero artista de nuestros tiempos. Un creador apasionado por el arte y la cultura. Adora a Picasso y se ha inspirado en él para elaborar platos como Camuflaje: una liebre en el bosque, del cual dice: “Había que observar el mundo de forma abstracta”. Adora el jazz y el rock y su colección de acetatos pasa de Bob Dylan a Aretha Franklin y de Thelonious Monk a Fleetwood Mac. Su pequeño restaurante, de solo 12 mesas (algunas de dos puestos y las otras de cuatro), está repleto de arte contemporáneo. Ha publicado valiosos libros, entre ellos el ovacionado y exquisito Nunca confíes en un chef italiano delgado (Phaidon, 2015).
Davide y Taka insisten en servirme los platos clásicos: Culatello de zibello, que es jamón hecho con cerdos negros de raza, envejecido por 42 meses y servido con mostaza de manzanas de la Campiña; Cochinillo tierno y crujiente con vinagre balsámico tradicional Villa Manodori, de Módena; Una anguila nadando por el río Po; Ensalada César en flor; y Croccantino de foie gras cubierto con almendras de noto y avellanas del Piedmont, con vinagre balsámico tradicional de Módena. Y no podía faltar su famoso postre: ¡Ups! Se me cayó la tarta de limón.
Y ahí estaba yo, quieto y callado como una estatua. De pie, ahora con la barriga llena y el corazón contento, completamente conmovido por toda la escena y, naturalmente, por los manjares que confecciona el restaurante número uno del mundo, la Osteria Francescana. Observándolo, registrándolo, oliéndolo y, sí, ¡qué suertudo!, devorándolo todo.
Volvamos atrás. Viernes 27 de enero de 2017. Son las 10:48 a. m. y comienza esta entrevista con Massimo Bottura. ¿Quién es Bottura? ¿Quién es el cocinero italiano que hoy se devora el mundo?
Siempre ha contado la historia de su abuela haciendo tortellini y usted, de seis años, debajo de la mesa, presenciando la magia culinaria. ¿Por qué es tan definitiva esa imagen?
Esa imagen es muy importante. Voy a hablar sobre eso en mi discurso para recibir un título honorario en administración de la Universidad de Boloña. La primera imagen que tengo de ese momento soy yo, debajo de la mesa, porque desde allí entendí cómo mirar el trabajo desde una perspectiva diferente. En un viaje de creatividad esa es la cosa más importante: ser consciente de ver el trabajo desde una perspectiva distinta. Tomas una curva y caes, porque cuando caes, en un viaje de creatividad, se abre una oportunidad, y esa oportunidad es la de crear algo nuevo. En el momento en el que lo sabes todo y luego lo olvidas todo, empiezas un viaje. Es como un terremoto creativo en tu mente. Este es el punto. Es la primera pregunta y con esta pregunta podría responderlo todo. No hay nada más para decir. La entrevista se acabó, ¿entiendes? En esas frases hay tantos aspectos sobre la creatividad…
¡Pero aquí no se acaba, Massimo! Por el contrario, vamos a sus raíces. ¿Podría definir a su abuela Ancella, con quien empezó todo?
Inteligente, concentrada y con un corazón enorme. Siempre estuvo llena de esperanza, siempre veía las cosas de forma positiva. A veces estaba muy equivocada, pero siempre llena de esperanza. Eso es algo que yo heredé de mi abuela.
Usted ha dicho: “En Italia hay tres asuntos intocables: el papa, el futbol y las recetas de la abuela”. ¿Por qué decidió cometer el pequeño sacrilegio de modificar las recetas de la nonna?
En los años noventa estaba muy distante de la iglesia porque no sentía que el papa Ratzinger me estuviera dando lo que necesitaba de la iglesia. Ahora que Francisco está a cargo, estoy de vuelta, como lo estaba con el papa Juan Pablo II. Con el futbol fue lo mismo: estuve muy metido en el futbol muchos años de mi vida, mi equipo es el Inter de Milán, pero en los últimos diez años he visto cómo pelean por dinero. No estaba de acuerdo con la política del equipo y me distancié. Pero, en cuanto a la comida, fue distinto. Fue una elección consciente, porque me di cuenta de que se podía hacer a través de la cultura. Si no tienes cultura, no sabes cómo pensar. Pensar se vuelve algo confuso e instintivo, pero si tienes cultura, paras un momento, tomas algo de distancia, ves las cosas con perspectiva y decides. A través de la cultura he visto una cocina italiana con sabores asombrosos, destilados por siglos y siglos de tradición, pero que podría ser mejor con nuevas técnicas y nuevas ideas. Así que pensé: “Voy a traer la cocina italiana al siglo XXI, viendo al pasado no de manera nostálgica, sino de manera crítica. Intentando mantener esos sabores, pero volviéndome mejor y más ético”. Con esto podría romper la tradición, o reconstruir la tradición a través de una mente contemporánea, traer lo mejor del pasado al futuro. Esta fue mi reflexión cuando decidí reconstruir la tradición.
¿Cómo convenció a su gente en Módena, una ciudad con semejante tradición culinaria, sobre esa reconstrucción?
Primero tuve que mostrarle a toda la gente de Emilia-Romaña, mi región, que podía hacer tortellini y tagliatelle mejor que sus propias abuelas. A partir de ahí me abrirían las puertas de sus mentes, a partir de ahí podría romperlo todo, pero primero había que mostrar. Picasso siempre decía: “Yo pintaba como Rafael cuando tenía trece, pero me llevó toda una vida aprender a pintar como un niño”. Es exactamente lo mismo. Sabemos exactamente qué hacer con la salsa boloñesa, con los tortellini o con un bollito misto. Pero para hacerlo interesante y extraer el sentimiento, tienes que ir mucho más allá.
¿Recuerda cuándo cocinó por primera vez en su vida?
La primera cosa que cociné fue algo como una especie de pasatelli, algo con miga de pan, parmigiano… ¿Sabes? Pudo haber sido a los seis, a los siete… No recuerdo exactamente. Lo que recuerdo es que estaba en una cocina con mi mamá y mi abuela.
¿Cuándo se inventó su primera receta?
¿Mi primera receta? En este momento, si pienso en la Exposición Universal de Milán en 2015 y en lo que hicimos allá [un comedor social donde los mejores chefs del mundo cocinaron para personas sin hogar], puedo decir que quizá mi primera creación fue cuando tenía cinco, seis, o siete años. Yo me iba a ir a la cama y antes de hacerlo mi comida favorita era leche con un poco de caramelo, miga de pan y un poco de chocolate o café. Era algo bastante espeso, porque amo la espesura. Quizá esa fue mi primera creación, porque esa creación fue la inspiración para la Exposición Universal. Esta es la primera vez que digo algo como eso porque me hiciste pensar en eso.
Usted dijo: “Crear una receta es resolver un acertijo”. ¿Tanto le cuesta?
Esa es una buena metáfora, aunque creo que es mucho más complicado. Especialmente porque una receta se puede convertir en un gesto social. Es mucho más profundo que solo resolver un acertijo. Es la unión de tantas cosas, como los recuerdos… Creo que, en realidad, es comprimir mi pasión en bocados. Son siglos de historia filtrados por una mente contemporánea. Mi cocina es profundamente italiana, pero también tengo pasiones como la música y el arte contemporáneo. ¡Es profundamente italiana! Pero está filtrada por una mente que se proyecta hacia el futuro... No puede ser esta cosa nostálgica y clásica.
¿Cuál fue el gran aporte de La Trattoria Campazzo, su primer restaurante, a todo lo que hoy significa Massimo Bottura?
En Campazzo estaba explorando nuevas posibilidades para la cocina tradicional, pero con muy pocas posibilidades en cuanto al personal. Estar rodeado de gente permite que ayuden a lo que se está haciendo, pero éramos solo yo, Lidia [cocinera experta en pasta] y el lavaplatos, así que era imposible. Pero estábamos todos los días en la cocina y nos hacíamos preguntas, y los platos que estábamos sirviendo en esa época eran extremadamente interesantes. Por ejemplo estaba la paglia e fieno, que consiste en pequeños tagliatelle amarillos y verdes, pero nosotros estábamos haciendo paglia e fieno con repollo, no con pasta. Estábamos cortando repollo blanco y rojo como los tallarines, y estábamos haciendo tallarines con repollo al vapor. ¡La pasta no era pasta, eran vegetales! Eso fue en 1986, era bastante creativo.
Está claro que usted ha sido un chef muy inquieto, pero ¿qué clase de cocinero era usted cuando abrió la Osteria Francescana en 1995?
Era un chef con muchos sueños y poco dinero. Tuve que crecer poco a poco, pero con este sueño que tenía siempre andaba buscando el siguiente paso y el siguiente y el siguiente. Nunca estaba feliz con nada, igual que ahora, y mi mente siempre se estaba proyectando hacia el futuro. Ese era yo.
Su famoso cappuccino de cebolla, papas y vinagre balsámico fue el que cambió todo?
Ahora que habla de su icónico plato, Las tres edades del parmesano, entiendo que el tema ya va en Las cinco edades del parmesano.
Sí, tras 23 años de evolución, ahora son cinco. Pero podrían ser seis, podrían ser siete... No es tan importante el número de las edades. Lo importante era la idea, la idea de registrar en un plato el lento proceso de envejecimiento en Emilia-Romaña. Cómo es a los 24, 30, 36 meses... ¡Esa era la idea! Cambiar la historia del parmigiano-reggiano y mostrar cómo es envejecido, curado. Ahora lo hemos logrado, tomó 23 años. El cappuccino fue otra cosa. Fue más una idea del estilo working class hero: es papa y cebolla mezcladas con vinagre balsámico, el rey de los vinagres. Es una forma muy italiana, pero bastante sorprendente, porque tiene mucho sabor. Y, para mí, las papas y las cebollas son mucho mejores que el caviar y la langosta, ¿sabes? Son algo más emocional.
Supongo que ese working class hero, ese héroe de clase obrera, viene de la famosa canción de John Lennon. ¿Por qué esa frase le despierta tantas emociones?
Porque amo este tipo de enfoque. Retarme a mí mismo y transferir emoción a una corteza de parmigiano-reggiano, o a una sardina, o a una papa que quiere ser una trufa… [El nombre de uno de sus platos]. Me siento más orgulloso con eso que con estar usando ingredientes finos, internacionales y reconocidos. La mayoría de las veces mis ingredientes son cultivados por granjeros, y ellos no te dan nada empacado. Para mí la papa, la cebolla, el parmigiano y la sardina transfieren más emoción que todos esos ingredientes “finos”. Eso es más desafiante para mí.
A usted la crítica lo castigó duro cuando empezó a reinterpretarlo todo. ¿Cuál fue la crítica que sintió que tenía razón y fundamento?
Soy un hombre muy sensible. Incluso si digo “no me importa”, me importa. Filtro todo en mi mente y hago mi mejor intento para cambiar y hacerme mejor. No recuerdo ninguna crítica específica, aunque a veces recuerdo la última… En el año 2000 o 2001 hubo una muy mala crítica. No era sobre el sabor, sino sobre conceptos. Sentí que el periodista no había entendido nada sobre lo que yo intentaba explicarle. Esa fue la razón por la que compré una pintura, una instalación de arte de Francesco Vezzoli llamada La vie en rose, en la que se ve diecinueve veces el rostro de Edith Piaf. El periodista dijo que mi restaurante era demasiado frío, demasiado minimalista, y yo no creía eso. Entonces dije: “Vale, voy a poner a Edith Piaf, que es la cantante más apasionada y acogedora del siglo, e intentaré hacer más cálido este lugar”. Esa fue mi reacción.
¿Alguna vez quiso abandonar el oficio?
¡No! ¿Renunciar? ¡No! ¿Cómo puedes renunciar a tu pasión? Cocinar es una de mis pasiones. Es como preguntar si podrías renunciar a la música. ¿Podrías renunciar al arte? No, estás rodeado por esto y vives por esto. Es tu pasión.
Su esposa Lara ha sido clave en sus decisiones. ¿Cuáles han sido aportes definitivos de ella en su carrera?
Mi esposa fue muy importante desde el principio, desde que estaba viviendo en Nueva York, porque abrió mi mente al arte contemporáneo. Me llevó a ver las cosas de una forma más profunda. Esto fue extremadamente importante. Luego, cuando estaba realmente listo para dejar Módena y mudarme a Londres, ella me convenció de que me quedara. Esa fue una decisión bastante sabia.
Pero finalmente salió tras el llamado de Alain Ducasse, un genio de la cocina que lo llevó a hacer pasta al restaurante Le Louis XV, en el Hotel de París, en Montecarlo [el primer restaurante de un hotel en obtener tres estrellas Michelin]. ¿Cuál fue la gran enseñanza que le dejó el mítico cocinero francés?
Su mayor lección fue: “Cree en ti mismo”. Cuando estuve listo para irme del Hotel de París, en 1993, nos vimos en el lobby del hotel y me preguntó: “¿Estás feliz?”. Y yo dije: “Sí, estoy muy feliz. Tengo un libro lleno de notas de recetas y demás cosas que pueden ser una inspiración”. Me dijo: “¿Puedo verlo?”. Y yo le dije: “Claro”. Se lo mostré y lo que hizo fue destruirlo y tirarlo a la basura. Me dijo: “Tú puedes defenderte por tu cuenta. Ve y hazlo”. Él vio en mí el potencial de ser un gran chef y me forzó a creer en mí mismo, esa fue su mayor lección.
Luego se involucró en la cocina de otro protagonista de la gastronomía de nuestros tiempos, el catalán Ferran Adrià. ¿Cuál fue, entonces, la gran lección que le dejó Adrià?
Ferran… Él no me dio ninguna lección. Su lección fue más bien su manera de abordar, de acercarse a la vida cotidiana. Era un acercamiento a la libertad, a la libertad de expresarme. En ese momento entendí el concepto working class hero: sardinas, corteza… La gente cree que la cosa más importante que hizo Ferran fue todo este catálogo de técnicas, pero no fue eso. ¿Ves la técnica? ¿Dónde está? Fue la lección que le dio a todo el mundo, estos acercamientos tan increíblemente divertidos y disfrutables, como si fuera un niño. Por el otro lado tienes esta libertad, la libertad de expresarte. Hasta ese momento la cocina francesa era casi dictada, tenías que usar las mollejas, cordero, vieiras de mar y cosas así, pero desde ese momento todo cambió. La papa del Perú, el mole de México y el pescado del Amazonas tienen exactamente el mismo valor que un caviar de Rusia.
¿Cuándo entendió que insistir en la tradición –y reconstruirla– es la única manera de evolucionar?
No, no creo eso. No creo que tenga que seguir las tradiciones. Hay muchos platos que no están relacionados con la tradición, pero creo que evolucionar la tradición sí es algo muy importante para un chef italiano. ¿Sabes? A través de todo nuestro pasado, dos mil seiscientos años de historia... ¿Cómo lo puedes echar todo de lado? Esto es algo extremo para mí, pero mi cocina es una expresión de mi cerebro y de mi manera de pensar. Piensa en el plato Camuflaje, liebre en el bosque. No hay nada tradicional ahí, pero hay civet de liebre, deshidratación, estas ideas de Warhol, Picasso, Gertrude Stein… ¡Es una locura! Pero así es.
¿Los franceses y sus críticos alguna vez tuvieron problemas con su estilo y con la evolución de las recetas, como la de su famoso Helado de foie gras?
No, ninguno. La guía Michelin sí esperó bastante antes de darme la primera estrella o la tercera estrella, pero para mí eso fue bueno porque tuve la oportunidad de crecer lentamente. Cuando recibí la tercera estrella, estaba listo y mucho más seguro para manejar lo que significaba.
En 2002 consiguió su primera estrella Michelin. ¿Qué significó?
Significó mucho. Quizá más que cualquier otro premio. Fue algo grande, ya que desde ese momento solo había recibido críticas directo a la cara. En ese momento, la estrella Michelin era extremadamente poderosa. Ahora hay muchas, pero en ese entonces, quince años atrás, recibir una estrella Michelin era algo grande.
¿Cuándo consiguió la segunda estrella y qué significó?
La segunda fue diferente. Fue en 2005. Mucha gente ya estaba hablando de mi cocina, muchos chefs estaban viniendo y estaban interesados. No quiero decir que la estaba esperando, pero sin duda fue algo diferente.
¿Y la tercera, en 2011?
Es la tercera estrella, esa diferencia entre dos y tres, la que es un gran salto a la posteridad. Si lo piensas, históricamente solo seis o siete restaurantes en Italia han recibido la tercera estrella. ¡En toda la historia! Así que, para un italiano, ser reconocido por la excelencia con una tercera estrella por los franceses es bastante importante.
Usted dijo en su libro Nunca confíes en un chef italiano delgado: “La cocina es el lugar donde se recuerda, pero también donde se borra”. ¿Podría ampliar esa idea?
La cocina, para mí, siempre ha sido un lugar seguro. Desde que era un niño. Cuando hay problemas en el mundo exterior, voy a la cocina y me siento cómodo. El momento en el que creas algo es extremadamente importante. Crear una receta tiene un gran valor. No se trata solo de buena comida, sino de mucho más que eso: es sobre la calidad de las ideas más que de la calidad de los ingredientes. Claro que estás en un restaurante de tres estrellas Michelin y tienes que comprar los mejores ingredientes del mercado, pero la calidad de las ideas es más difícil porque es una expresión de tu cerebro. Es por eso que dicen que el ingrediente más importante para un chef del futuro es la cultura, porque con la cultura mejoras la calidad de las ideas. [Hace silencio y mira al techo] ¡Esa es una buena expresión: a través de la cultura mejoras la calidad de las ideas!
¿Cuándo empezó a romper la tradición de la cocina italiana?
Entendí exactamente que tenía que romper todo. Porque si rompes algo, puedes reconstruirlo. Tengo esta metáfora de romper la tradición para construir una nueva tradición, pero filtrada por una mente contemporánea. No me estoy olvidando de la base que tienen todas las piezas que estoy rompiendo, pero se trata de tomar estas piezas y reconstruir la base con una mirada contemporánea. Quizá al estilo de Frank Gehry, no sé.
¿Qué tan lejos y qué tan cerca está usted de la verdad de la cocina italiana?
Estoy extremadamente cerca, pues siento que mi cocina es extremadamente italiana. Esa es la verdad, el ángulo, el enfoque. Sin embargo, nunca llego a ser nostálgico: el bollito misto no tiene por qué ser hervido, con el tortellini tiene que redescubrirse la idea de ser servido con la crema –la crema de verdad, la de la leche de la mañana que se usa para el parmigiano-reggiano–, la lasaña… ¡No me importa en absoluto comerme una gran bandeja de lasaña, sino que me importa comerme la parte crujiente de ella! Esto es extremadamente italiano, pero también es una manera muy abstracta de pensar.
¿Sueña sus recetas?
¿Soñar? No siempre, pero sí sueño mucho con ideas y cosas así. Es la razón por la que tengo un lapicero y un cuaderno al lado de la cama, para poder escribir. Más que recetas son ideas.
¿Qué adora de ser el número uno del mundo?
¿Adorar? Bueno… ¿Crees que hay una diferencia entre el número uno, el número dos y el número tres? No hay diferencia, es solo cuestión de números. Lo que en verdad sentí fue el titular, el titular que estuvo en los noticieros y en los periódicos y en los artículos: “El mejor chef del mundo está abriendo un comedor comunitario en Río de Janeiro”. ¡Wow! Eso es bastante poderoso. Eso fue lo que realmente ayudó al proyecto de Food for soul, mi proyecto ético. Me ayudó a mostrarle al mundo que el chef en 2017 es más que la suma de sus recetas, que puede ser un verdadero agente social.
¿Y qué detesta de ser el número uno del mundo?
Odio tener que coordinar mi día a día y tener que responderle a gente que nunca siquiera me dijo “hola” y que me señalaban constantemente. Ahora ellos me llaman “Maestro”. Esto es algo bastante hipócrita que no me gusta.
¿No se siente un maestro?
No… Solo que, de un día a otro, de ser un chef loco y de vanguardia pasas a convertirte en maestro. ¡Ok…!
¿Cómo es eso de que un buen día el papa Francisco lo llamó para hablar del hambre en el mundo? ¿Cómo es ese proyecto que crearon juntos?
Ese es el proyecto Food for soul, pero antes de ese hubo otro que hicimos en Milán para responder a la gran problemática que planteaba la Exposición Universal: alimentar al planeta. Se me pidió el favor de participar en muchos proyectos, pero nadie tenía la respuesta, la visión que yo buscaba. Así que dije: “Voy a hacer mi propio proyecto”, e involucré a todos mis amigos chefs. ¡Es que las cifras son de 860 millones de personas que no tienen nada de comer! Además, 1,4 millones de seres humanos tienen sobrepeso, 1,3 billones de toneladas de comida se desperdician cada año… La solución para alimentar el planeta es, primero que nada, combatir los desechos, así que construí, en un espacio que la iglesia nos donó. Me arriesgué con ese proyecto y creo en ese proyecto. Para el 99,9 % de la gente esta fue una idea loca, pero para mí era simplemente una respuesta normal. En cuanto empezamos a explicarle este proyecto a la gente, como arquitectos, artistas y diseñadores, ellos se sumaron porque entendían que era muy importante, muy ético. Y, ya sabes, se convirtió en algo increíble, quizá en el proyecto más importante de la Exposición Universal de 2015. Esa es la razón por la que decidí abrir Food for soul como una asociación, usar mi imagen en vez de poner el dinero en mi bolsillo, usar mi imagen para ayudar a otros. Después de que logras todo en tu vida, ¿qué más puedes pedir? Ganamos todos los premios y honores que se pueden ganar. Era tiempo de dar algo de vuelta y esta es una manera de hacerlo.
Gracias a usted y a su exitosa figura, ¿hoy se puede confiar en un chef italiano delgado?
Sí. Creo que eso es solo un título de un libro que quiere explicar a todos los chefs que están en las primeras páginas de todos los periódicos en el mundo, que todavía somos chefs, que somos cocineros. Incluso si eres un chef delgado o un chef gordo, eres un cocinero. Puedes hacer mucho, pero el punto es que no sea en la cocina sino que lo hagas a través de la cultura. Si eres un chef cultural, puedes ser un agente del cambio. ¿Sabes? Ese título solo refleja la ironía que uso en mi cocina. Piensa en el Helado de foie gras o el ¡Ups! Se me cayó la tarta de limón. Esas son algunas formas que uso para expresar poesía.
¿Pide algún domicilio de comida rápida a su casa?
No, nunca.
¿Y cuál es su ingrediente favorito?
La cultura.
pmba