Vine a La Casa del Filete la primera vez que se murió mi papá. (La frase es menos extraña de lo que parece. Primero, porque muchas gentes padecen más de una muerte. Segundo, porque en efecto mi padre murió durante un lapso ese día, viernes 6 de enero, 2017; heroicamente, los médicos fueron y lo trajeron de entre los muertos, donde ahora lo mantienen en un equilibrio delicadísimo. Tercero, porque es indudable como un temblor que otro día morirá de nuevo.) No he dejado de venir desde entonces. 
No es casualidad. Hay algo como detenido en el tiempo en La Casa del Filete. Así somos a veces: estamos persiguiendo momentos escapados de las manos. Lo que sigue siendo es irrelevante; lo que fue, precioso como un anillo. Hace décadas, tres o más, papá, mamá y hermanitos íbamos rarísimamente a un “buen restaurante”. (Éramos pobres, dicen. La verdad es que yo nunca lo noté.) Esos buenos restaurantes se parecían a La Casa del Filete. Entrar aquí es entrar, de alguna forma, a 1980. 
La comida podría haber sido ideada entonces. La sopa de la casa es un caldito de pollo con jamón y huevo en pequeños cubos. No es sustancial; no tiene ninguna otra intención que la de ser reconfortante, apapachadora. Lo logra cabalmente. Los pulpos con camarones al ajillo (en la carta un paréntesis indica “creación de nuestros capitanes”, para que vean que La Casa del Filete está en serio chapada a la antigua) son consistentes, correctos, compartibles. El ribeye para taquear –picado fino, salteado con un jardincito de yerba y cebolla– es tal vez el único plato de hogaño, o me lo parece porque su salsa, brutal, acidísima, hecha de limón, sal y partes iguales de cebolla y habanero en trozos minúsculos colocados en un tazón como un yin-yang, remite a una base de aguachile. Platazo. Luego, por supuesto, están los filetes. Olvídense de carnes añejadas, de wagyu, de las augustas reses de Durango. En los ochenta no sabíamos qué era todo eso, y en La Casa del Filete no cederán a esas presiones. El filete Enrique viene con una bernesa de las que enseñan en las universidades; el Ingrid es un medallón con tocino alrededor, pimientos morrones, papas a la francesa. El chemita –gravy, champiñones, papitas parisienne– casi me hace llorar; es un plato de la cocina chilanga del lujo añejo, del Prendes y aquellos restaurantes desaparecidos, cuyo recuerdo es cada vez más limitado, menguante. 
(El servicio de La Casa del Filete no traiciona toda esa sensación anacrónica. La última vez me trajeron, sin que la pidiera, una botella de vino. El capitán la presentó con un florín de las manos y exclamó: “¡Elíxir de los dioses!”)
Si un día, con la ayuda de una nave espacial microscópica, un pasamontañas ninja, un sacerdote que oficie todas las religiones y una piedra de sol, mis hermanos y yo logramos traer a mi padre, cuyo nombre es Eusebio, de donde sea que su cerebro esté; de esa región líquida, refractaria, tornasol; si lo logramos lo voy a llevar a La Casa del Filete. “Mira, pa. Un filete chemita.” Me verá como fuera del tiempo. Seguro le va a encantar.

La Casa del Filete. Vértiz 800, Narvarte

Tel 5590 5911.

Precios. La última vez que estuve ahí pedí una sopa de la casa, un ribeye para taquear (está grande, mis perras cenaron también), dos aguas minerales, una botella de vino. Pagué 1153.45 ya con el 15 de propina.

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