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El alcohol no es estable. Una sesión de bebidas avanza, recorre un espectro o varias curvas. No tengo que decir que la primera copa, a veces distraída, a veces completamente deliberada, y el último instante de la cruda son sólo dos puntos de la misma larga borrachera. Hay una zona litoral entre el pico del alcohol y la cruda. Un litoral: una línea que vista desde el avión no es ni mar ni espuma ni arena sino los tres al mismo tiempo: una línea variante siempre, móvil, imposible de fijar. Durante ese lapso inestable entre la borrachera y la cruda la cabeza empieza a doler, los recuerdos a borrarse, pero la voz deja de arrastrarse, parece que pensamos otra vez con un principio de claridad. Para comer buscamos intensidad, grasa, madrazos a la cara. Yo no sé de una cocina más propensa a ocupar esa zona que la cocina de Corea –o la cocina de Corea que se come en los barrios coreanos fuera de Corea–. Una cocina altísima en umami, en sodio; poderosa en dulzura y más poderosa en picores; cocina funk, de reveses, de platos de rápida factura que parecen cocciones medidas en varias horas.
Tomemos por ejemplo a Min Sok Chon, sobre Florencia, en nuestro propio barrio coreano. “En la cultura coreana –dicen Deuki Hong y Matt Rodbard en Koreatown: A cookbook– comer y beber alcohol van tan de la mano que es difícil verlos como cosas separadas. El alcohol es un símbolo de respeto para los mayores; el alcohol nos reúne para casi cada ocasión de la vida –logros, fracasos, días de asueto, días de trabajo.” En Min Sok Chon esa inseparabilidad entre alcohol y comida es visible de inmediato. Este no es un BBQ coreano –con sus parrillas al centro de la mesa–, sino un especialista en grandes sopas, en estofados, en salteados picosos. Cocina de la recuperación, del sudor, del reciclaje de toxinas.
(Apunten estas palabras: guk (o tang), jjigae y bokkeum; la primera se refiere a las sopas, la segunda a los estofados, la tercera a ciertos salteados picosos, dulces, grasosos, como un alambre con desórdenes de la personalidad. Anju son las botanas para comer con los tragos.)
El encanto del kimchi jjigae de Min Sok Chon radica probablemente en el tiempo de fermentación de su kimchi; es un kimchi maduro, ácido, burbujeante, renuente. Su sundubu jjigae en cambio se inclina a la ternura del tofu (o dubu) y a un kimchi tal vez más joven; la grasa y la dulzura le vienen, acaso, de la yema de huevo cruda que está sentada en el centro del estofado, como un amarillo dios circular. La penúltima vez que estuve en Min Sok Chon pedí un sundubu jjigae potenciado con mariscos (haemul); era como una danza matrimonial entre un caldo de camarón cantinero y un estofado de bar de Seúl. El ojingeo bokkeum, salteado/alambre de calamar, lo tiene casi todo: pescitud o, si prefieren, marinidad; picor, dulzura, incluso una nuttiness redonda de ajonjolí. Un sudor particular lo precede, lo acompaña y lo sigue. Pero tal vez el gran plato alcohólico de Min Sok Chon sea el budae jjigae o “cazuela de todo”. Pero todo: trae tofu, hongos, kimchi y cebollas pero también fideos de ramen, pastel de pescado, salchichas, rebanadas de queso amarillo y, genialmente, Spam, ese jamón enlatado mal visto por falsos glotones pero adorado por niños y glotones borrachos por todo el mundo. Viene, grasoso como un bebé recién nacido, en una olla para hervir en la propia mesa. Pica, agota, endulza la borrachera. Renueva la energía y es el máximo disparador del mal del puerco. Pídanlo con una o varias botellas de soju –licor de arroz coreano–. Gangnam style.
Min Sok Chon. Florencia 45, Juárez. Precios. La última vez que estuve ahí pedí un budae jjigae (éramos dos, pero alcanza para cuatro fácilmente), una botella de soju, dos aguas minerales. Pagamos 600 pesos ya con el 20 de propina. Los banchan –platitos de vegetales para acompañar– los paga la casa. Bendita casa.