El centro siempre está en movimiento; está cambiando siempre. El centro es varias pequeñas ciudades y, como tal, tiene varios pequeños centros y también varias avenidas centrales. En asuntos de comida, tiene al menos tres calles clave: Independencia arrancando con los dos locales llamados Tlaquepaque y terminando en las tortas de La Texcocana; Santísima en toda su gloriosa extensión (una cuadra); y Motolinía, que con tres cuadras de largo ya es casi un boulevard. El centro también es un mapa mental (otros dicen: una forma de vida, pero no exageremos) y, como tal, también tiene centros mentales, no geográficos. Uno de esos centros apunta hacia el Asia-Pacífico. Ahí tienen las dos friki plazas (eje central, Uruguay), que le tiran a Corea y Japón; la verbena china de los bufets, los panes rellenos y los carritos para llevar a la hora de la comida; la conflagración multinacional de los mercados de San Juan y Artículo 123. Y la investigación también microcósmica del nuevo Ah-Un.

La carta de Ah-Un es harto menos carta de mapa y el mapa que traza parece abarcar buena parte del Japón y algunas zonas aledañas. No es exageración lo de microcósmica: es un pequeño mundo contenido en sí mismo. Por tanto, es inabarcable, tal vez interminable. Un crítico favorable a Ah-Un podría admirar el largo aliento de la empresa toda, su voluntad francamente arrojada, su confianza en sí misma; un crítico adverso, por su parte, podría alegar inestabilidad, falta de concentración o incluso de dirección. En los hechos, el comensal puede optar por crear esa estabilidad. Un ejemplo: arrancar con dos o tres kushikatsu –brochetas fritas–, digamos, de pescado con tártara y de pulpo con katsuobushi, avanzar hacia una ensaladita de anguila y pepino, terminar con un tazón de arroz al vapor con hamachi, algas y aguacate. Equilibrio y satisfacción. Otro ejemplo, más tradicional: apostarse en la barra al fondo y dejar que los cocineros vayan espaciando los nigiris, en una especie de omakase: chu toro grasosito, hamachi amantequillado, sardina casi metálica, hueva de salmón (ikura), su cualidad ligeramente astringente y la feliz resistencia de su mordida y otras seis piezas. No vuela al nivel de Kyo, en la Juárez (peces del aire altísimo), pero el centro de la ciudad no tiene otro pescado a estos precios: 480 pesos el omakase. Peor, mucho peor, es nada. (Sentarse en la barra tiene una ventaja no desdeñable: uno puede huir de la música antrosa, improbable, del salón principal. El agregado de unos audífonos cierra la experiencia. También una desventaja: refugiado en su soledad, el chef suele estar pegado al teléfono; dan ganas de quitárselo. ¡Órale, caón!)

Un camino más, todavía más sabio: el del ramen. Acá hay que irse por uno que ellos llaman ‘mapo ramen’, seguramente influido por su mapo tofu (pero sin tofu), es picante como un labio partido, salado como debe, cargado de especias (¿o es solo pimienta?) como un delirio de Colón o de Magallanes, espeso espeso. Es un gran ramen. Es el material del que están hechos los sueños.

Ah-Un. Motolinía 31, Centro. Precios. La última vez que estuve ahí pedí un ‘toro set’ (cuatro piezas), un mapo ramen (de ahí ya no me sacan), dos copas de vino y un agua mineral. Pagué 638 ya con propina.

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