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Pastelería Madrid: la naranja mecánica

Hay restaurantes fascinantes por la precisión de su relojería, por el movimiento como dancístico de su personal. Ninguno tan impresionante como la Madrid, en el centro.

Foto: ALONSO RUVALCABA / Hojaldras en Pastelería Madrid
03/11/2016 |00:01Alonso Ruvalcaba |
Redacción El Universal
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Olvidémonos por un momento de la comida. (Sólo por un momento.) Hay restaurantes fascinantes por la precisión de su relojería, por el movimiento como dancístico de su personal, por la previsión que sólo puede venir de haber enfrentado todos los problemas y haber dado, tarde o temprano, con todas las soluciones. Las preguntas ya fueron respondidas. Son restaurantes maquinarias, cuyo engranaje es visible y precioso. Ninguno de ellos puede ser un restaurante joven, porque la larga experiencia es condición sine qua non de su ser-maquinaria. El Fisher’s de Lomas Verdes (abierto en 1993) es uno de ellos; el Califa de la Condesa (abierto en 1994) es otro, Pujol (abierto en el 2000) es otro, el más joven del grupo. Ninguno tan impresionante como la Madrid, en el centro.
La Madrid abrió en 1939, así que nadie podrá discutirle la longitud de su experiencia. Ella misma quiere recordárnosla. De sus paredes con vivos naranjas penden viejas imágenes con largos pies de foto. Una, por ejemplo, muestra un viejo automóvil hacia 1923; abajo dice: “La modernidad de la segunda década del siglo XX dejó atrás el tren de mulitas; llegó el tranvía y poco después los automóviles…” Otra muestra la esquina de Isabel la Católica y 16 de Septiembre en 1952, inundada: “Debido a las fuertes lluvias y el obsoleto sistema de drenaje de la ciudad de México…” Es como hablar con un anciano, sabio pero regañón, incapaz de dejar una anécdota para después.

La Madrid es una pastelería pero es también cuatro restaurantes: una fuente de sodas/fonda, un puesto de tostadas, un puesto de tacos de guisado, una cafetería. Todos los empleados circulan por todos los puestos. Es un juego agradable el de tratar de reconocer a la taquera preparando los espressos, al maestro de la tostada integrando la sabatina paella. Las cajas registradoras –¿es la señorita que empaca el pan la encargada de la registradora de la cafetería esta mañana?– son pre-1970 pero su sistema es impecable. Cada encargado tacha en un cuaderno una marca; indica, por ejemplo, que ese taco es el taco CXLI del día. El solo conteo del pan es hermoso de ver; la señora los pasa a toda velocidad de una charola a otra, diez, quince, veinte panes diferentes, y al final dice: 97.50. Es un entrenamiento prístino, tal vez invencible. Nunca no hay algo en la Madrid.

Ahora, momentáneamente, la comida. Ésta también tiene un algo antiguo. En la fuente de sodas, las medianoches con jamón y queso remiten a una fiesta infantil interminable y las hojaldras apenas pintadas de mole saben a una noche familiar circa 1979. Los tacos de guisados son perfectamente anteriores a la gentrificación taquera en la ciudad, así que pueden confiar en su cualidad aventadita, semi-callejera, de sazón mediano, nunca impositivo o vistoso. (Lo único que acaso parece pertenecer al siglo XXI es la cafetería, con sus capuchinos de especialidad.) Pero este no es un texto sobre comida sino sobre restaurantes: admiren La Madrid, su engranaje indestructible, su naranja mecánica. Ella estará ahí cuando todos nosotros hayamos muerto.

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Pastelería Madrid. 5 de Febrero 25, Centro.

Precios. La última vez que estuve ahí pedí una medianoche de jamón y queso, una hojaldra con mole y un Sidral. Pagué 48 pesos.