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El mejor restaurante de la ciudad no existe. Es un invento de nuestra afición a las listas y de la injerencia de las listas en las ventas de los restaurantes. Es el alimento de revistas y suplementos desde cuyas portadas hay que salir a gritar que nos hemos conformado con ese que “la gente” dice que es el mejor restaurante de la ciudad. Existen restaurantes que se esfuerzan por estar en la parte más detallista del espectro –pensemos en Kyo o Pujol– y se procuran lo “mejor” que se puede encontrar a costa casi de lo que sea. Pero, con toda honestidad, ¿alguien podría decir que uno de ellos es “mejor” que otro? El mejor restaurante de la ciudad es una quimera, un vuelo de la imaginación.
El segundo mejor restaurante del DF es en cambio enteramente factible y real. No está procurando ser nada más que lo que es, vender lo suficiente cuidando los costos al máximo y mantenerse así durante el mayor tiempo posible. Hay decenas o centenas de ellos. Cada quien tendrá el suyo. El mío se llama La Hortaliza.
La primera vez que llegué ahí, el 18 de febrero de 2015 (hace exactamente un año), pensé: Este lugar ha visto mejores tiempos. Las paredes parecían sucias, las cosas que pendían de esas paredes parecían desvencijadas, el letrero afuera no decía La Hortaliza sino LA H [largo espacio en blanco] IZA. Luego comí y comprendí: No, La Hortaliza no ha visto mejores tiempos, porque todo lo que ha pasado ha sido para llegar a que estos tacos sean como son. Se requirieron todas las décadas que La Hortaliza ha vivido. Las paredes no están sucias: están percudidas; las cosas de las paredes no están desvencijadas: han resistido y vencido el maldito embate de los años.
Su taquero también ha resistido y vencido el maldito embate de los años. Se llama Domingo. (Me disculpo con él porque en otros lados le he cambiado el nombre sin querer. Pero él no va a leer esto: no le interesa la ridícula farándula de la prensa y los restaurantes.) Lo veo como un taquero simbólico. Como la estatua de bronce de Hachiko en Shibuya es en realidad un símbolo del amor de todos los perros, así el señor Domingo es símbolo de la resistencia de los grandes taqueros. Nunca está de mal humor o de particularmente buen humor. Trata las tortillas con una extraña mezcla de deseo y violencia; las toca con las puntas de los dedos, las levanta, las voltea y en el giro las azota contra la plancha. Rutina y repetición son su moneda corriente. Sirve un taco generoso.
Son tacos de guisados. Hay uno de chicharrón prensado picante, graso, redondo, hipercomplejo. Ya hablamos de la discusión que suele haber entre picos y redondeces en un plato. Este plato nunca se decide: es puro equilibrio, es un taco que avanza sobre una cuerda floja. Hay uno de chicharrón en salsa verde balanceado entre lo carnudo y lo (relativamente) magro. Existe una aguda inteligencia detrás de estos platos; una intuición que apunta siempre al malabar porque no pierde el juego de las bolas que tiene en el aire: lo herbal, lo picante, lo grasoso. Hay uno de chile relleno: es un chile ancho, seco, rehidratado, capeado, relleno de queso; viene con un caldillo rojo extremadamente sápido. Hay capas que van abriéndose en la boca: ahumados, picantes, lácteos. No hay, para mí, otro chile así. La Hortaliza no ha visto mejores tiempos: este es el tiempo de La Hortaliza porque todo lo que ha sucedido ha apuntado a que este chile sea este chile y no cualquier otro. Es el chile del segundo mejor restaurante del DF. No vayan. Dejen al señor Domingo trabajar en santa paz y a mí déjenme comer y morir en santa paz.
La Hortaliza.
Dirección: José Vasconcelos 48, Condesa.
Precios. La última vez que estuve ahí pedí un taco de lengua en salsa roja, uno de costillita en un adobo también rojo y un Mundet rojo (para combinar). Pagué 50 pesos, ya con propina.
Nota. En la noche La Hortaliza abre un puestito de tacos de cabeza. Yo nunca he ido en la noche.