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Vuelta a Máximo Bistrot

Es como el brindis de Arturo en El brindis del bohemio, que llena de sentimiento a una alegre tropa / desbordante de risa y de contento

Cortesia: Instagram
12/10/2016 |23:00
Redacción El Universal
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La carta de un restaurante puede ser un metafórico mapa de navegación. Esa es su función: llevarnos de un lado a otro a lo largo de un “viaje” de un par de horas. ¿Pero cuál es el sistema que le da sostén? Propongo este: es un sistema de combinaciones. Imagínenlo como una hoja de Excel: todo menú, tal vez, está hecho de una estructura de columnas y filas: una rejilla entrelazable de ingredientes, funciones, técnicas, modos, etcétera. La carta de Máximo Bistrot se ilumina si la vemos así. 
Hablemos de ingredientes. Pongamos por ejemplo a los frijoles, que empezaron a aparecer en esta carta hace relativamente poco. Ahora danzan aquí y allá con sobriedad. Suelen imprimir una redondez, una suerte de curva en lo filoso. Piensen en la tostada de langosta. Una pieza despeinada, juguetona, hecha casi completamente de diamantina: rábanos ácidos, salicornia que trae encima cargado un poquito de mar con todo su sodio, jitomate, cebollita: los elementos apuntan a picos, a agudeces. De pronto: la seriedad esférica de un puré de frijoles parece poner todo en perspectiva; ensoberbece un plato festivo. Es como el brindis de Arturo en El brindis del bohemio, que llena de sentimiento a una alegre tropa / desbordante de risa y de contento.

En técnicas Máximo no ha hecho sino profundizar su destreza. Hay combinaciones de ingredientes crudos con curados, cocciones por ácidos, rostizados, horneados a la sal, braseados, charcutería, confitados, salseados modernos o clásicos (en sucesión pueden venir, por ejemplo, una espuma ligera y un demiglace, ese que ya es también una especie de huella digital de Máximo, una extracción brutal de ternera, golosa casi dulce, oscura como una pesadilla, deliciosa)… Oh, y moles. Los cocineros de Máximo cada vez exploran más a fondo las posibilidades de sus moles. Como suelen, también se han vuelto maestros en ellos. Son moles esforzados, visibles, balsámicos. La última vez que estuve ahí había una lubina apaciguada por un mole verde de hojasanta, con sus notas de anís y eucalipto, y a su vez avivada por hojitas de menta y encostrada con pepitas. Un plato que dispara en varias direcciones y lo hace sin fallar, como el héroe de acción de una película coreana.

Hablemos, finalmente, de modos: es decir, maneras de hacer, actuar, incluso de ser. La manera de ser de la cocina de Máximo Bistrot es múltiple. Hay el modo festivo: grandes platos que quieren ser compartidos, estar en el centro de la mesa. Hay el modo hogareño, tibio, que invita al recogimiento o la introspección. En ese modo desaparecen prácticamente los juegos de acidez que hacen chispear la boca. Hay el modo playero, en que se acentúa la acidez, las chispas. Hay un modo de arte, donde reinan las combinaciones inesperadas, la experimentación formal. Hay un modo revisionista que inspecciona los platos de una tradición, los despoja y los revela en la luz de otra tradición, como el lechón confitado con pico de gallo, que acaso no es otra cosa que unas carnitas vistas desde la luz de la cocina otoñal francesa.

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