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Vivimos una vida cómoda alrededor de nuestros tacos; una vida sin sobresaltos. Una vida matrimonial y ordinaria. (No digo que las vidas matrimoniales sean intrínsecamente ordinarias; digo que la que llevamos alrededor de nuestros tacos lo es.) Pensemos en carnitas. Tenemos unos cuantos conocidos que nos hacen suficientemente felices. A veces muy felices. Don Ricardo allá en la Narvarte, y su papada de triple textura; la gordita de chicharrón con buche, también llamada Gordita Supreme, en Zacazonapan allá en Nonoalco; La Esperanza de la Obrera y sus comprensibles quesadillas de sesos, mojadas con limón y una salsa roja oscura oscurísima veteadita de semillas de chile de árbol. Así vivimos pero de pronto pasa algo. Como la luz que se filtra en la lluvia y abre con manos puras paso al sol; como esas noches largas, cuando ya uno no espera nada, y suena el timbre. Algo así pasa, y todo se renueva: nada es exactamente igual que antes.
A mí me pasó eso en Don One.
Lo conocí el 29 de noviembre de 2015. Hace unas centésimas de segundo en el tremendo conteo del tiempo universal, pero hace una vida en mi matrimonio con los tacos. Sus carnitas eran distintas, singulares. Eran carnitas mucho más consideradas, mucho más deliberadas, que las carnitas que conocemos y queremos. La achicalada era más ¿dulce?, más confitada, más ¿sucia? en un sentido moral –no higiénico– que la achicalada de todos los días. Había una orden de huesitos efervescente, maldita, pegajosa. Incluso la falda, en general un asunto mild, atenuado, tenía un respingo particular. “Pruebe la faldita, joven”, me dijo doña Yoli la última vez, “como que se le quedó pegado un cuerito y está…” Yoli no dijo cómo estaba esa falda. Hay adjetivos que no es necesario decir; Yoli lo sabe. Nomás movió la cabeza de arriba abajo. Y así estaba, con su pedacito de cuero pegado ahí, que a su vez funcionaba como un resistol de grasa entre los labios.
(Don Onésimo, el “original”, ha muerto. Asumo que era michoacano. Colocó hace décadas su minúsculo local de carnitas en el mercado Abelardo L. Rodríguez. Su hijo, don One, continuó su legado. La esposa de este segundo Onésimo, doña Yoli, es quien dirige el restaurante en estos días. La acompañan sus hijos, vaciladores, desmadrosos, finísimos taqueros.)
Pero el ápice de Don One, o mejor dicho de doña Yoli, no son los tacos: son las salsas. Existe un debate ocioso: ¿qué hace a un taco lo que es, cuál es la quintaesencia del taco, cuál es su mínima y su máxima expresión? Algunos responden: la tortilla, evidentemente la tortilla; otros dicen: el relleno, por supuesto, sin relleno no hay un taco; unos más consideran: la salsa, naturalmente, sin la salsa un taco es cualquier taco. Yo, que no tengo idea de nada y me niego al compromiso (casi siempre), digo: la tortilla, evidentemente, salvo cuando no; el relleno, por supuesto, salvo cuando no; y la salsa, naturalmente, sobre todo cuando #Yoli. Una vez Yoli había preparado una salsa de cuaresmeño color verde militar Corea del Norte tan brava como un oficial norcoreano pero con muchas más sutilezas que él: picaba pero era seria pero tenía acidez pero redondez pero chispitas pero había en ella un final larguísimo. Otra vez me tocó una salsa de árbol cuya gran noticia era que no dominaban en ella las notas de ahumado (el sexto sabor, ¿cierto?) sino otras: frutales, tantito dulces. La primera vez que estuve en Don One me tocó una salsa de chile mirasol. Un cliente la llamó ‘mexicana’ y sí, en algo se percibía esa mezcla tricolor de lo que llamamos ‘mexicano’. Fuera de ahí: nada que ver. Crecidos en Uruapan, esos chiles (que yo conocí en Don One) son como frutos cítricos, como frutos dulces, como un yuzu picante, como un jitomate herbal, como una yerba entomatada. Explota en la boca como una fuente de porcicornios y arcoíris. Ahora: un punto y aparte.
La última vez que estuve en Don One un aire de inspiración pasó por la cara de #Yoli. Le dijo a uno de sus hijos: “Vete por unos habaneros y una cebolla morada.” Se puso a cortar limones. Tal vez veinte, tal vez más. Luego rebanó los habaneros y las cebollas y los echó en una bolsa de plástico. Luego exprimió los limones en esa bolsa, cuarenta mitades de limón o más, wtf, y luego cortó una bolsa de sal y le echó con los dedos. Ignoro cuánta sal había ahí, pero era prudente, deliberada, no improvisada. Le hizo un rollito a la bolsa y la agitó como un martini. Yoli me vio. No sé qué demonio de cara tenía yo, pero ella me dijo: “Ya se le antojó, joven”, y agregó: “Uy, y con piñita queda…” No dijo cómo quedaba esa salsa con piñita. Yoli sabe que no es necesario decir algunos adverbios. En cambio le dijo a su hijo: “Órale, vete por unas rebanadas de piña aquí con el Pechugo. Pero apuuúrale, mijooo!” Y la piña llegó y fue picada y agregada a la bolsa y ésta fue agitada nuevamente y yo pedí otro taco y le puse de esta salsa de limón con sal –y habanero y cebolla y piña.
No diré lo que pienso de esa salsa. Pero diré esto. Vivimos una vida cómoda alrededor de nuestros tacos; una vida sin sobresaltos. Una ordinaria vida matrimonial. Pero de pronto pasa algo. Como una luz filtrada entre la lluvia o como un timbre insólito en esas noches largas cuando ya uno no espera nada. Y entonces todo se renueva. Eso me pasó con Yoli. Yo sé que en el futuro seré infiel; que el cansancio y la rutina nos trabajarán y yo mismo querré probar otros tacos y otras salsas que no sean estas; que nos miraremos en el espejo y diremos: ¿Y tú quién eres?; y el amor seguirá ahí, modificado, más suave y dulce, no con la desgarradora pasión de estos primeros días; pero hoy, Yoli, 9 de junio de 2016, si no fuera una horrible descortesía, me gustaría preguntarte, Yoli, ¿quieres casarte conmigo?
Don One. Mercado Abelardo L. Rodríguez, Venezuela esquina Loreto, Centro. Precios. La última vez que estuve ahí pedí un taco de achicalada, uno de falda con cuero, una orden de huesitos y un Orange. Pagué 75 pesos ya con el 20% de propina.