Ensenada te jala como a Antoine Doinel lo jala el mar al final de Los 400 golpes. Como Antoine, haces cualquier cosa para llegar a ella. Malentendido por todos, torturado por lo que tienes adentro y que todavía no sabes nombrar, huyes de la cárcel o el reformatorio hacia tu Ensenada imaginaria, corres y corres y corres y de pronto está ahí: Ensenada, y se acaba la película. En la ciudad de México –además de salir corriendo y de hecho llegar a Ensenada, 2882 kilómetros, 583 horas a pie– existe un atajo para eso: correr a Cocina Conchita.

Hay que serle fiel a esta idea: una comida en Cochita podría y tal vez debería empezar con el rumor cóncavo del mar. O sea: almejas chocolatas. A veces pueden venir gratinadas, con camarón y tocino, o solas, pero el verdadero jalón de inicio de comida, el desgarramiento que hace pedir más y más, es la almeja “preparada”: rebanaditas minúsculas de pepino, cebolla, limón, un trazo pollockiano de salsa Huichol, filo de chile cora y vinagre vs dos rebanadas de aguacate, pura redondez de grasa vegetal. La discusión salobre sucede en las paredes de boca, que retroceden y se arrugan, y en la lengua, que se encoge como un animalito asustado.

Nada puede remitir a Ensenada si no hay tostadas a la vista. Una vez pedí una de erizo con almeja chiluda. El guisado/paté de erizo aportaba una cualidad matizada, alcalina, astringente: los dientes quieren no morder de arriba abajo sino horizontalmente (su temblor es oscilatorio no trepidatorio); había diez trozos de almeja (yo hubiera querido veinte o treinta, qué se le hace) y tres de aguacate: contrapunto de textura y sal. Otra vez me tocó una tostada de percebes con manitas de puerco, que remitía a la inevitable tensión ensenadense de campo y mar; otra vez, una tostada explosiva de algas con almeja y una como nieve de yuzukoshō, esa pasta tantito fermentada de chile, ralladura de yuzu y sal. (Esa tostada era parte de un menú degustación; no está en la carta.)

Por supuesto: hay tacos. Uno es una idea genial, de esas ideas que parecen tan sencillas, tan inevitables, que es una sorpresa que no se le hubieran ocurrido a alguien antes o que ese alguien no sea mundialmente famoso: taco de huevo revuelto con erizo y hongos. Agua de mar y agua de lluvia enlazadas en sagrado matrimonio por el alimento perfecto que es el huevo. Lo que dios ha unido no lo separe el hombre. (En aquel menú degustación hubo también un taco de tamagoyaki, el omelet japonés ligeramente dulce, con guacamole y chicharrón. He perdido el sabor textual de ese momento, pero no su emoción.)

La cocina de Conchita parece entonces perseguir incesantemente un equilibrio entre evocación y precisión técnica. Un ejemplo: el rib eye a la brasa. Evoca puestos de carnes asadas, humo perfumando el aire y la ropa, bajón de borrachera, pero la acelga avinagrada que lo acompaña es una cuchillada de ácido, una vuelta a la realidad de un restaurante que no se acurruca en la nostalgia, esa descortesía. Es un plato que comunica un hecho preciso y nos toca físicamente, como la cercanía del mar.

Pero he aquí que la cercanía del mar no es el mar, y la Ensenada imaginaria no es Ensenada. Hay una cierta frustración en la Ensenada de Conchita. Es incompleta. Se parece a la frustración que se siente al final de Los 400 golpes. Malentendido por todos, torturado por lo que tiene adentro y que todavía no sabe nombrar, Antoine huye del reformatorio hacia el mar, corre y corre y corre y de pronto está ahí: el mar; pero unos segundos antes de que Antoine pueda sentir esa agua en la cara y en las manos, antes de que se quite los zapatos y se moje pies en ese rumor, la imagen se congela y se acaba la película. Así es Conchita: da la sensación increíblemente feliz de tocar y probar Ensenada y la convicción frustrante de estar en el DF.

Cocina Conchita. Álvaro Obregón 154-A, Roma; T 5264 2866. Precios. La última vez que estuve ahí pedí una tostada de erizo, una quesadilla norteña, una almeja chocolata preparada, un rib eye a la brasa, tres copas de vino y un agua mineral. Pagué 1094.80 ya con el 15 de propina.

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