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Quintonil está cambiando: no importa cuándo lean esto. El cambio es su moneda corriente. Cambia con los días y los meses pero también a lo largo de un menú, como las plantas cambian a lo largo de un día y sus variaciones son perceptibles gracias a esas cámaras que permanecen inmóviles o como los durmientes cambian a lo largo de unas horas de sueño. (Los muertos también cambian a lo largo de su funeral pero ignoro si eso se parece a Quintonil.) A veces toma un aire grave; a veces, un aire respetuoso o feliz.
El menú no es narrativo pero podría dividirse en algo parecido a esta estructura: un set-up o establecimiento de líneas de acción; una complicación o cambio de esas líneas; un desarrollo o dilación donde se introducen nuevos personajes o se retrasa la resolución; un clímax; un epílogo. El set-up está marcado por la acidez. Se diría que todo avanzará por un camino que haga agua la boca. Hay un aguachile de mango que es también un raspado con florecillas; un aguachile de nopal imposiblemente verde que viene servido con un jugo de naranja y betabel que le redondea las puntas con una nota terrestre de tubérculo; un abulón rasurado colocado sobre una rebanada no irónica de jícama con jengibre: hay que tomar la rebanada con los dedos, doblarla y comerla en dos bocados. (Para quienes pensaban que el 2003 había quedado atrás: sí, todavía existen los tacos de jícama.) Puro brillo solar.
Parece que las puntas, el filo y acaso el humor marcarán el ritmo del menú de Quintonil, pero la complicación (complicating action) involucra, como suele, un cambio o incluso un replanteamiento de las metas de los protagonistas. La tártara de aguacate tatemado con escamoles y chips de quelites es un plato oscuro, dramático o cuando menos muy serio, enfatizado por polvos y cenizas; no es juego o, si lo es, se trata de un juego interno que sucede tras las paredes de la cocina, invisible al comensal. El salbute de huitlacoche ahonda la sensación de drama. Es dulce y salado, meloso, avellanado, ligeramente picante (hay polvo de chile mije), desconcertante como un postre en medio de la comida o como el asesinato de Marion, la protagonista de Psicosis, a la mitad de la película. ¿A dónde carajos vamos ahora?
El desarrollo necesariamente implica un retraso, una especie de alargamiento. Los chayotes y otros vegetales de su familia (las cucurbitáceas, que les llaman: calabazas, chilacayotes, patipanes, etcétera) ascienden a protagonistas: aparecen en un chileatole con hoja santa y flores, en una espuma de chayote blanco (ambas esparcidas sobre la pesca del día), en la guarnición de un diezmillo de wagyu estofado en pulque con una punzante reducción de chiles secos y al final del desarrollo en el centro del mole de la casa: chilacayotes que han adoptado un carácter casi floral gracias al tomillo limón. En medio de todo ello: el apunte amargo de un recado negro con cascarilla de cacao y servido con vegetales fermentados y cebollas confitadas (“como en Los Cocuyos”: chef Jorge Vallejo) para acompañar una papada de puerco.
Entonces: el clímax. Dura sólo unos segundos. Es una nieve de nopal que retoma el juego y la acidez del planteamiento, la nota ceniza de la complicación y los estalla en un fuego artificial de dos colores. Qué brillo, otra vez; qué curiosa alegría; qué final estilo Hollywood. Vamos a besarnos a la calle.
Pero esperen: hay un epílogo. Es una crema de mamey con pinole y helado de hueso de mamey que vuelve a jalar a la amargura, a lo terrestre. El maridaje con ron añejo hace este postre más postrero aún, más final, más concluyente. ¿Entonces los protagonistas no se quedaron juntos? ¿Qué se escondía detrás de esa última mirada? No leerán de mí ese spóiler.
Quintonil. Newton 55, Polanco; T 5280 2680. Precios: el menú cuesta 1200 pesos, échenle tres copas de vino de las baritas (140 cada una) + el 15 de propina: pagarán 1879.20 por persona.