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Cómo has cambiado, la Buenos Aires. No lo digo como un lamento ni como un quejido que el viento se lleva por donde quiera. Lo digo con gusto, como alguien que reencuentra a alguien más, muy querido, alguien de quien lo separó no la traición ni las peleas de todos los días sino la vida, el mero gusto de otras cosas y otras gentes. Alguien a quien uno vuelve a ver y se ha pintado el pelo y en su lozanía le dices: Cómo has cambiado, aunque inmediatamente te arrepientes y agregas: No digo que no estabas guapísimo. Estabas. Muy.
Hablando de cantinas y traiciones: no había ido a la Buenos Aires en varios años. La recuerdo así: pequeña, percudida, pandrosona, pero guapísima. Muy. Unas cuantas mesas, siempre retacadas salvo cuando llegábamos muy temprano en la mañana. Édgar estaba detrás de la barra. Y sabía todo ese buen hombre. (En realidad era un muchacho.) Escuchaba; conocía mi nombre y el de mis amigos, o al menos sus apodos: Chabelo, Negro, Chío. Bebíamos vodkas. Junto a la barra había una pequeña cocina. Al frente de esa cocina estaba Carmen, que producía excelentes botanas, como un bistec en pasilla destanteador, ahumado, o un puerco con verdolagas exactamente igual al puerco con verdolagas que se ha estado haciendo en las casas de la ciudad de México desde hace cincuenta, sesenta años. Era el año 2005.
Tres veces he vuelto a la Buenos Aires en 2016. La primera por placer y las otras también. Y se veía, de entrada, completamente cambiada. Ampliada, pulcrísima, más un restaurante que una cantina a pesar de las engañosas puertas batientes. Hay tres cocinas ahora. Una al fondo, que produce tortas y cocina chilanga. (Ojo a la torta de huevo con chorizo.) Otra lateral, que expende tacos. Y luego la cocinita junto a la barra. Al frente de ella está Adriana, una señora tan distinta y tan representativa, tan simbólica, como fue Carmen. La veo ahí, al mando de un estufón y unas cuantas ollas, y es como si fuera 2005. (Ya sé que estoy reduciendo a Adriana o a Carmen a su mínima expresión, pero no es el heteropatriarcado el que habla sino la nostalgia o un atajo a la nostalgia, esa grosería.) No puedo creer que estoy volviendo a comer bistec en pasilla, y que tiene ese como respingo de ahumado. Otra vez me tocó un trozo de cerdo en adobo, picoso, irreverente, afilado, y era como anticiparse a una cruda brutal. Otra, un costillarcito de puerco en salsa roja de… mmm… Iba a decir de una gran sencillez pero me di cuenta a tiempo de que estaba a punto de cometer un gran error. Miente quien diga que esta cocina es una cocina sencilla. Puede ser otras cosas que se parecen a ese adjetivo. Por ejemplo, humilde: conoce sus propias debilidades y limitaciones y obra de acuerdo con ese conocimiento; u honesta: es decente, razonable, justa: nadie podría condenar que hay ahí gato por liebre: ese trozo de puerco no es otra cosa que un trozo de puerco y aquel montón de salsa de chile serrano con cilantro y agua y sal no es nada más que eso, y como tal se vende y se compra. Pero no es sencilla.
Sencillo es: que no ofrece dificultad; que no tiene artificio. No es sencilla: hay horas invertidas ahí, hay la lenta gestación y la cocción más lenta, hay la sazón entreverada, hay un artificio aprendido durante años, tal vez mecánica u oralmente.
(Tras la barra hay otro joven que no sabe mi nombre y cuyo nombre no conozco, pero que tiene la misma paciencia que Édgar, y puede hacer una paloma, un perro salado, una cucaracha u otro coctel de nombre animal con el mismo aplomo que Édgar.)
Ya te extrañaba, la Buenos Aires. Espero que tú a mí también. Ahora que lo pienso: ni tú ni yo hemos cambiado tanto.
Cantina Buenos Aires. Motolinía 21, Centro. Precios. La última vez que estuve ahí me tocó una tostada de pata, una sopa de habas y puerco en salsa verde. Pedí tres copas de vino. Pagué 261 pesos ya con el 15 de propina.