La mujer mira a la cámara y sonríe. Su mejilla descansa sobre la palma de su mano y de su antebrazo cuelga un guajolote. Al fondo, se aprecia un vehículo y otros traunséntes, pero ella, con toda su majestad, domina la toma de la misma manera que su imagen se ha impuesto al paso del tiempo. Una veintena de aves yacen alrededor de ella y la mujer, conocida en aquel tiempo como la guajolotera, los comanda con su sola presencia.
En su diestra, sostiene una vara a forma de cayado, y la imaginamos recorriendo las calles de la ciudad de México de antaño acompañada de la algarabía de los gordo-gordo-gordo de sus plumíferos acopañantes.
Es la víspera para las celebraciones de Navidad, fecha que esta guajolotera ha esperado durante todo el año. Si tiene suerte en su recorrido, venderá cada ave al precio de unos cuantos pesos.
Homero Bazán Longi, en sus crónicas de “La Ciudad de Ayer” publicadas en El Universal, cuenta que el oficio de estas singulares damas fue una tradición heredada de España y que durante las primeras décadas del siglo XX, aún se les podía encontrar vendiendo sus animales en el rumbo de lo que hoy se conoce como San Juan de Letrán.
Se decía que estas mujeres eran un tanto supertsiciosas en cuanto a la venta de sus guajolotes y que antes de desprenderse de ellos, los rociaban con agua bendita. ¡Ojalá los supermercados de hoy en día vendieran guajolotes tan preciados!
Bazán Longi relata que para el año 1905 se les prohibió a las guajoloteras acercarse a las zoñas aledañas de la Catedral, pues un ave, tal vez en un intento por santificarse y así salvar su gorda pechuga, entró a la iglesia durante la misa causando gran alboroto.
Grandes historias culinarias que comenzaban en los ranchos y, literalmente, caminaban con paso seguro hasta la cacerola.