Se me hizo fácil inmolarme públicamente en un fuego piramidal, funesto, nacido de empaques de sopas Maruchan y botes de unicel de sopas Nissin. Me pareció sencillo ponerme unas alas de ega-pak y salir volando del laberinto de los malditos restaurantes de la ciudad. Se me hizo fácil, repito, alimentarme durante una semana únicamente de sopas y pastas instantáneas. Sin razón alguna: de pura variedad. Y en el camino cometí errores, muchos errores. (Aunque es verdad que todas las semanas cometo muchos errores; quién sabe si estos se debieron a mi absurda dieta.) He aquí el más grande de todos: arrancar en las alturas.

Se me hizo fácil recurrir a algunos viejos confiables, a algunos remedios infalibles contra el aburrimiento. Por ejemplo, el ramen de soya o shôyu de Myojo ($39), tal vez los fideos más sabrosos de todo lo que leerán en esta página: esponjosos –o sea, absorben caldo y sabor–, más que agentes: protagonistas junto con la sopa sabor soya y mariscos, vuelta untuoso gracias a una bolsita extra de aceite de ajonjolí (y gracias, supongo, al agregado de goma guar y los almidones enlistados entre los ingredientes). O, por ejemplo, el tonkotsu Menzukuri (de Maruchan Japón: $50), cremoso, graso, con una bolsita de “extracto de puerco” que le da corpulencia, poder. (No tanto como a un tonkotsu de a deveras pero vaya: estamos hablando de sopas instantáneas.) O, por ejemplo, el Kimchi Ramyun de Samyang ($40), especiado, denso en cebolla, jengibre y un montón de ajo, y pues: kimchi kimchi kimchi, el invento más bello de ese lugar de cosas bellas: Corea. También de Corea, también de Samyang, el ramyun “de vegetales mixtos” ($45): picosísimo, casi complejo, reconfortante; ideal para gripas y crudas o, muy caliente, para limpias faciales.

Pero de pronto las cosas comenzaron a cambiar. Es tan corto el amor y tan largo el olvido. No es un asunto de precios –aunque sí, en parte– sino de sazón, de metas o de intereses. El shio ramen (ramen de sal) de Sapporo Ichiban es un caldo de pollo extremadamente decente, con un agregadito en bolsa aparte de semillas de ajonjolí tostadas que le dan onomatopeyas a la mordida. A 18 pesos es una gangota. El miso ramen de Sapporo, al mismo precio, es acaso menos ganga: el madrazo de la fermentación lo hace un tanto irrespirable. (Hice trampa y le puse una cucharadita de mantequilla. Ahí sí: redondez.) El yakisoba de camarón de Maruchan ($18.50 en cualquier Oxxo) no sabía a camarón pero los fideos absorbieron los 250 ml de sopa sin romperse –muertos por dentro pero de pie– y el retintín del glutamato monosódico siempre es bienvenido. El yakisoba de queso y jalapeño de Maruchan ($19) no sabe a queso, claro, ni a jalapeño sino a caldo de Cheetos. Era el principio de la debacle. Luego me tocó una sopa de cebada y vegetales marca Healthy Choice. No sé el precio: estaba empolvándose en la alacena. Era dulce y salada, no carnosa sino pastosa, no curativa sino perjudicial. Luego, según yo por comparar, compré unos mac & cheese Cheesy de Kraft. Quince pesotes. Juro que algo hice mal: la salsa no era salsa sino agua de queso amarilla casi naranja, temible, amenazante. No nos une el amor sino el espanto, Kraft. El domingo, ya con miedo, ya con temblores, preparé una Maxi Cuchareable de Nissin ($11.50). ¡Un respiro!: un caldito de pollo que no le pedía nada o casi nada al shio ramen de Sapporo. Esa noche, parcialmente renovadas las esperanzas, quise cenar dos versiones de un solo sabor –camarón con habanero y limón–: Maruchan vs Nissin, ambas de 11 pesos. Estoy vivo, y ya pasó todo, y he vuelto poco a poco a comer tacos y carnitas y sushi y papas a la francesa, y desde este lado del puente me alcanzo a ver el domingo en la noche dejando reposar esas dos sopas durante 4 minutos y me quiero decir: No lo hagas. Ya no es necesario.

Pero lo hice: se me hizo fácil. Y no diré casi nada de esas dos sopas salvo que no sabían a camarón, que picaban pero no como pica un habanero y que jalaban los costados de la boca como un Skwinkle sumergido en Chamoy y espolvoreado con Miguelito. Se las di a mis perras de cenar. Una, la más guerrera, una perra que vivió en la calle y a veces trata de comerse pedazos de caca, se le acercó, la probó y se puso a empujar el plato con la mano; la otra, la más fresa, se le acercó, la olió, estornudó y se sentó a verme, en su mirada un rencor infinito, primitivo, elemental. Les prometí que no volvería a hacerlo y bajé a comprarles unos tacos de arrachera.

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