El amor de la rosticería es un amor grande como un puente de esos que se van haciendo curvos en el horizonte y desaparecen casi de la vista. O no. Vuelvo a empezar: el amor de la rosticería es grande como la distancia que hay entre la mirada y el barco que se aleja y del que ya no alcanzamos a ver sino la punta de un mástil. O no. Miento: es grande como una casa. Tiene en su centro un fuego comunal, compartible, que emite su color ámbar rojo amarillo tantito azul y parece bailar una zarabanda o una folía sobre la piel del pollo o sobre la pierna de pavo o sobre ese como acordeón de alitas apretujadas giratorias. (Baile, zarabanda, folía, acordeón: pura música: la música que canta el ave en el incendio.)

Y en el centro del centro de la casa: el corazón de pollo rostizado. ¿En qué consiste, cómo palpita, cómo palpa el corazón? O no palpa: es palpado. Hay un momento, reloj detén tu camino, en que el pollo corazón sale del rosticero y se coloca en una mesa de acero inoxidable: quema, emite un jugo, uno quisiera detenerlo para siempre ahí, reloj no marques las horas. ¿Partido o entero?, pregunta el curador, el enterrador, el carnicero. “Entero, por vida tuya”, entero porque voy a enloquecer. Si se pudiera detener este instante, sostenerlo en la inútil palma de la mano, sería así:

Nadie debería cortar con tijeras un pollo rostizado. (Tampoco con cuchillo, pero quejarme de eso sí sería extremadamente intolerante.) Sueño de guantes negros, un pollo rostizado debe despedazarse con las manos. No hay forma más feliz de conocer la invertida anatomía de un pollo. La curva que define la separación del muslo y la pelvis, la línea serrada de la columna, el pequeño triunfo circular del pescuezo, el hueso y griega que separa las dos mitades asimétricas de la pechuga.

Oh, y el maestro rosticero. Su trabajo, ha dicho Alain Passard, alguna vez ‘meilleur rôtisseur de France’ y ahora paladín de los vegetales y príncipe de la mandolina (la herramienta, no el instrumento musical), es un trabajo de amor: amor por dos elementos: fuego y carne, y nada más. El maestro rosticero es un Vulcano cimarrón y vernáculo. Acuérdense que en 1825 Brillat-Savarin había escrito, aforística y pomposamente, como solía, que “el cocinero se hace pero rosticero se nace”: On devient cuisinier mais on naît rôtisseur. Yo lo repito aquí con pompa también.

Pero el pollo rostizado no es pomposo: es popular, es banda. Piensen en las diarias colas interminables de la rosticería San Marcos, allá por la Merced: en cómo ponen tolditos para que la cola se acomode y no padezca bajo el sol cochambroso y amarillo de la ciudad de México; en cómo, a veces, la banda se pasa vasos de agua hacia el final de la cola nomás para el aguante. Hay algo en el pollo rostizado que mueve a compañerismo. El pollo rostizado quiere ser compartido. Incluso cuando lo comemos a solas –como siempre me pasa a mí– lo estamos comiendo con los fantasmas de amigos que viven lejos o ex parejas que ya no nos dirigen la palabra. (Acabo de mentir horriblemente: nunca lo como a solas, siempre están mis perras a mis pies cuando hay un pollo rostizado en el perímetro de la casa: una de ellas, la más rebelde y atrabancada, pegándome con una mano o saltando por los aires para quitarme un muslo de entre los dedos; la otra, la más fresa, sentada y firmes, mirándome fijamente con una punzante mirada pasivo agresiva, a veces tan sólo estira el hocico y me toca el muslo con la nariz.) Todo pollo rostizado alcanza para más de uno. No es separable en porciones individuales.

Este amor también quiere ser compartido. Y es que en cocina no hay otro amor como el amor de la rosticería. O bueno, chance el de los tacos.

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