La cocina de Pujol es una cocina de tensiones. La primera es una tensión entre acidez y algo que se puede llamar templanza. Aparece desde el inicio en platos como el pequeñísimo bocol huasteco. Es sólo un bocado: la templanza redonda, grasa, del tuétano y la masa en discusión con una salsa “amarilla” de jitomates, tomates y aguacate y, de pronto, la punta de un alfiler ácido: una gota de guacamole. Pinnnn. Lo mismo sucede (según yo) en la tostada de arroz con chía, pero aquí hay tres puntas de alfileres/guacamole, y producen un ruidito que se queda sonando en la sien unos segundos. En el aguachile de chilacayote esta tensión está invertida, desperdigada y enfatizada con una percusión. Inversión: aquí la base de chilacayote es acidez que hace agua la boca mientras que el aguacate rostizado aporta el contrapunto de templanza; desperdigamiento: las hojas de albahacas, la col rizada, las flores de chícharo hacen explotar la acidez hacia los lados del plato; énfasis: el polvo de chiles se parece a una nota de un triángulo: una percusión aguda apenas distinguible del todo (pero distinguible).

También existe una tensión entre cambio y fijeza. El menú de Pujol está cambiando constantemente, sí, pero también está siendo revisado constantemente. Motivos y platillos vuelven o se reacomodan. El polvo de ceniza de cebolla que daba un toque casi fúnebre al tamal de huitlacoche hace algunos años vuelve esparcido sobre los rábanos negros que cubren el nuevo pollo en adobo. (Si el día que van hay pollo en el menú de Pujol pídanlo. Es una orden.) Los elotitos con mayonesa de café y hormiga chicatana hablan de fijeza, pero el chileatole verde de movimiento: se mueve de los principales a las botanas, crece en notas ahumadas (chicharrón de chile mulato para sopear) y ahora crea una nueva tirantez: no discute con la infladita con huevo, como antes, sino con el bocol y su tuétano. Un movimiento en este menú inevitablemente trae movimientos colaterales: cocina de tensiones y reacomodos.

He aquí una más: la tensión entre juego y sobriedad (y desmadre). Puede existir en un mismo plato, como el mole madre, un recalentado que lleva 945 días en la estufa. Aquí hay juego en que en el centro de ese mole antiquísimo se coloca una gota considerable de mole ‘nuevo’ y los dos grupos de sabores entran en lucha libre –ninguno pierde la cabellera–; hay juego de inversiones: aquí las tortillas que se sirven para acompañar son las que vienen acentuadas por pollo o puerco, como en una comedia cortés de equivocaciones. Y hay sobriedad: el plato, tal como llega a la mesa, es de un despojamiento casi monacal: en el centro una gran gota café oscuro casi negro y en su centro una pequeña gota café claro casi rojo. Nada más. (Ahora que lo pienso también el emplatado podría remitir a un juego: un juego ingeniado por Miró.)

Esa tensión también puede notarse de plato en plato: el espíritu juguetón y lujoso de la infladita con su huevo escondido desemboca en la seriedad de monje del mole madre que desemboca en el desmadre de un nigiri en que nada es completamente lo que parece: en lugar de camarón hay una rebanada de lichi, en lugar de arroz con vinagre y wasabi hay arroz con leche de coco: dulzura. Es una pirueta, una machincuepa. Es un salto final en que los cocineros de Pujol dan un par de vueltas en el aire, caen de pie y estiran los brazos: Taraaaaán! 

(Entre paréntesis: existe otra tensión relativa aunque extrínseca a Pujol. Enrique Olvera, su propietario y chef, parece mover irresistiblemente a zalamería y a odio. #Túsabesquiéneres, barbero. Y te estoy viendo a ti, @deGourmand, hater entre los haters. Ya sé, ya sé: haters gonna hate –eso es un hecho científico–, pero no puedo resistir la tentación de decir algo. Va: La razón más común de este odio podría enunciarse así: “Olvera es un cocinero que nunca está en la cocina”, o dicho de otra forma, “que todo el tiempo está de viaje”. Es cierto, Olvera anda por el mundo, da conferencias, busca nuevos negocios, escribe o supervisa libros. Yo qué sé. [No lo ando siguiendo por la vida.] Esto exacerba la pasión de los críticos. Pero esperen: imaginar que sólo hay una forma de hacer la chamba –digamos: presentarse de 9 a 1 de la mañana todos los días, afilar el cuchillo y picar piedra– es aferrarse al pasado, es no alcanzar a ver nuevos caminos: es un ejercicio de conservadurismo. Más: exigir que un cocinero o cualquier otro profesional se dedique a una sola cosa ¿no es una negación de lo renacentista, una solicitud de la reducción de un hombre o una mujer?, ¿no es una apuesta contra la inteligencia y la curiosidad, dos ramas del mismo árbol de la mente humana? Si le hubieran impedido a Borges ir por el mundo dictando conferencias no tendríamos hoy ‘La ceguera’ –recopilada en Siete noches–, tal vez la pieza más hermosa que se ha dicho en público en español. “¿No vas a comparar a Olvera con Borges, verdad, pinche Alonso?” Sí lo voy a hacer. ¿Por qué no? Me comparo a mí con Borges, y a ti también: personas que andamos por la tierra. Nada nos diferencia. Más aun: decir Zapatero a tus zapatos ¿no es una forma secreta de clasismo? [A nadie sorprenda que en reseñas de restaurantes @deGourmand hable de “pedigrí” o de “mercado vulgar”: palabras apestosas a casta o clase.] ¿No es un voto por la hora/nalga, la de los repulsivos patrones del siglo pasado? ¿No es decirle a alguien Aprende tu lugar en el mundo y cúmplelo? ¿No es querer enseñarle a alguien a resignarse, a agachar la cabeza? ¿No es, básicamente, negar la posibilidad de la revolución? Lo es. Fin del paréntesis. Y de este texto. Hasta nunca.)

Pujol. Petrarca 254, Polanco. T 5545 4111. Precios. La última y la penúltima vez que estuve ahí no me cobraron nada; la antepenúltima sí, nomás que estaba bien pedo y no me acuerdo de cuánto fue. Pero hagamos cuentas: el menú del 18 de abril, 2016, costaba 1,725 pesos; agréguenle una botella de Vitral Sauvignon Blanc a 738 + el 15 de propina: 2,832.45 pesos. Eso hubiera pagado.

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