Ahora que tengo su atención: comida coreana. No sé si haya un “mejor” restaurante coreano en el DF: no los conozco todos y por definición el restaurante es inestable, cambiante, volátil incluso. Lo que sí sé es que mi favorito es Biwon. Biwon es paciente, es benigno; Biwon no es jactancioso, no se envanece; no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza en la injusticia; Biwon nunca deja de ser. Es mi favorito, además, por una aritmética muy elemental: el cien por ciento de sus platos es satisfactorio. Esto es un hecho histórico, no una visión de mi calentura.
Empecemos por los banchan, que son esos platitos que acompañan toda comida coreana y se sirven como una cortesía o una hospitalidad. La última vez que estuve en Biwon me tocaron seis: un kimchi especialmente fermentado, más aromático (no confíen en quien les diga: “más apestoso”), más complejo, que el kimchi promedio. Ese kimchi era de col; también había un kimchi de pepino: éste se inclinaba a la ligereza, a la sal y lo picante, jalaba los costados de la boca. Me tocaron también unas irreproducibles espinacas encurtidas en soya (creo; juro que he tratado de reproducirlas en mi casa y nomás no le atino), setas encurtidas, una suerte de pastel de pescado cuya salmuera era pura redondez y brotes de frijol hermanos directos de las espinacas. Otras veces me han tocado unas papitas cambray salteadas y conservadas en soya que nacieron para que existiera un significado más preciso para el significante: adictivas. Banchan: cocina de fermentos y conservas.
(El título de esta columna no es exclusivamente click bait: la última vez que estuve en Biwon fui con el firme propósito de escribir un poema. Sabía tres cosas: 1. debía ser brutalmente erótico; 2. estaría compuesto por una serie de necesidades cada una más chocante que la anterior, salvo la última, que sería doméstica; y 3. se vería así: “Necesito [13 versículos con necesidades erótico-repulsivas]; y también necesito pagar la luz, el gas e internet.” Por suerte para todos, el vino, el ramyun y el jeyukbokkum me distrajeron de mi propósito.)
En Biwon una vez comí un caldo de kimchi y tofu con el poder revitalizador de una madriza callejera; otra, unos fideos (anchos, tipo udón) con calamares y salsa picante que danzaban en un equilibrio circense entre lo dulce, lo salado, lo marino, lo picante. Una más, un yukejang, servido en un tazón de piedra ardiente (el tazón se llama dolsot), del que puedo decir que es un hermano casi gemelo del mole de olla –res, chiles, caldo vacuno– pero su carácter es todavía más lépero, más respondón. El bibimbap, arroz de costra quemada también servido en dolsot, con vegetales encurtidos, huevo y carne, apunta para los cinco colores (rojo, amarillo, negro, blanco y verde) y los cinco sabores (picante, amargo, ácido, dulce, salado) que, #dicen, debe tener todo plato coreano bien balanceado. Debería existir un nombre particular para el sudor que provoca el jeyukbokkum, tocino marinado en gochujang, esa feroz y salada y tantito dulce pasta de chiles rojos, sobre todo cuando, en franco ultraje contra todo lo que se supone es bueno para nosotros, lo convertimos en topping del ramyun (ramen coreano, con gochujang y huevo) y al diablo con sus instituciones.
Acabo de darme cuenta de que al final de la comida, la última vez que estuve en Biwon, no me dieron, como suelen, un sencillo triángulo de sandía para apaciguar el alma desvariada. O tal vez yo me fui con prisa porque necesitaba pagar la luz, el gas e internet.
Biwon. Florencia 20, Juárez; T 5514 3994
Precios. La última vez que estuve ahí pedí un ramyun, un jeyukbokkum, dos aguas minerales y una botella de vino. (¿Qué? ¿Ustedes muy sobrios?) Pagué 736 pesos, ya con el 15 de propina.