Vemos como a través de un vidrio oscuro. Vivimos bajo la tiranía de la recomendación. Esa tiranía exige que el texto sobre restaurantes contenga unas líneas sobre ‘el lugar’ (“a pesar de su minimalismo, atrae por su ambiente casero”), otras sobre la comida, generalmente entrada, plato fuerte y postre, de preferencia clasificada por región, unas más sobre el servicio, algo sobre la carta de cocteles y los precios. Las grandes preguntas se reducen a tres, a responder en 3,000 caracteres: ¿te gustó?, ¿lo recomendarías?, ¿cuántas estrellitas le pones?
Es un Estado policíaco. Existen la policía de la autenticidad, de las tradiciones, de la denominación de origen, de los asuntos de salud. Según estos críticos vigilantes, una nogada que tiene puntitos oscuros no es nogada, si eres mexicano no puedes celebrar thanksgiving, el verdadero habanero es el de la Península Yucateca y tu preferencia por los alimentos sin gluten debe venir con certificado médico. Existe la policía del comensal, cuyos grandes perseguidos son el turista y el vegano, los peor vistos de todos, culpables de quién sabe qué pecado original. Es la crítica prescriptiva, de Real Academia de la Lengua, de dueños de la verdad. Para estos críticos de derecha –y cocineros de derecha, porque cocinar es un ejercicio de crítica gastronómica– la comida no es una fiesta sino un Servicio Nacional de Aduanas. (Alguien podría decir que existe también la policía de la crítica y que yo estoy formado en sus filas. Lo cierto es que yo he sido todos esos críticos en un momento o en otro.)
No hace falta que lo diga pero el sistema es también una farándula. Hay críticos groupies capaces de seguir a su cocinero ídolo a ciegas al final de los tiempos, críticos de press-kit, de junket, de inauguración, críticos autoristas incapaces de ver que la cocina es un esfuerzo colectivo y que ningún plato es autoría de nadie. (También hay chefs autoristas incapaces de ver que la cocina es un esfuerzo colectivo y que ningún plato es de nadie: todo plato es hijo del ecosistema, de la suma de fuerzas que inevitablemente lo hacen nacer.) Triste cosa: hay críticos tuiteros y blogueros, hombres y mujeres que podrían ser dueños de su libertad, que no están encadenados al tremendo grillete de los editores y sus compromisos comerciales, y se resignan a repetir este círculo viscoso.
Pero el círculo no es irrompible. Es posible hacer crítica no desde la prescripción sino desde la descripción; una crítica que no diga: este plato debe ser así sino este plato en particular de este restaurante en particular es así. Y ya. Que se libere de las estrellitas y la recomendación; que se acerque a un plato o a un local no para imponerle sus prejuicios sino para descubrirle su contexto, su diálogo con otros platos o con otros locales o con la ciudad o con el mundo. El sistema, como todos los sistemas, es vulnerable. Ahora vemos como a través de un vidrio oscuro, pero es posible ver cara a cara. Existen salidas. Si los planetas se alinean, esta columna podría ser una de ellas.
Posdata. Los editores de Menú me pidieron que explicara el nombre de esta columna, Miscelánea San Juan. Pensé: es una decisión aleatoria. Después pensé que misceláneo es mi interés en lo comestible: ningún tag me es completamente indiferente ni completamente cercano. Todo me gusta: sin entusiasmo. Después pensé en San Juan, el barrio panza del DF. Lo recorro casi a diario: sus jacalitos de caldos de gallina, sus carnicerías perfectamente surtidas, sus montañas metafóricas de pollo. Y después fui más adentro. Hace unos veinte años quise ser cocinero. En la esquina de mi trabajo –yo era un simio con máquina de escribir entonces como ahora– había una tiendita cuyo dueño era, según yo, el mejor cocinero de México. Cada día hacía un guiso: espinazo en salsa verde, chicharrón prensado. Un día me armé de valor, decidí mandar mi chamba al carajo y me presenté en la tienda. “¿En qué le ayudo, Don? ¿Me acepta de su chalán?” El señor me vio de arriba abajo, “No, chavo”, y siguió sus quehaceres.
No sé cómo se llamaba él. La tiendita se llamaba Miscelánea San Juan.
—Alonso Ruvalcaba es escritor y crítico. Actualmente prepara un libro sobre un día de comida en el DF. Despierta con antojos.