Kelly, Tillerson, McMaster y Mattis. Tres exgenerales y un exempresario. Los cuatro caballeros en quienes la esperanza del mundo parece descansar para contener los arrebatos de su jefe. No solo en ellos, debemos reconocer, sino en toda una serie de funcionarios que laboran en muy diversas áreas, y quienes día con día buscan mediar entre los tuits, los discursos, las amenazas del presidente, y los intereses estratégicos, las alianzas y objetivos de largo plazo, que, a su entender, son continuamente puestos en riesgo. Pero son sobre todo esos cuatro profesionales quienes hacia afuera tienen que calmar los nervios cada vez Trump dice cosas como que la OTAN es obsoleta, o que Tokio y Seúl deberían tener sus propias armas nucleares. Y quienes hacia adentro intentan domar la conducta impulsiva del presidente. A veces, los conflictos, e incluso los insultos que estos forcejeos provocan, son filtrados a la prensa. Luego, esos funcionarios tienen que declarar que nunca han estado a punto de renunciar, o que su relación con su jefe es extraordinaria. De pronto incluso, como ocurrió la semana pasada, sale Kelly, haciendo despliegue de su prestigio como general cuatro estrellas, para dar la cara por el presidente y soltar ataques a diestra y siniestra a su nombre. Pero en el fondo, no sin preocupación, los cuatro parecen entender muy bien lo que está sucediendo. En solo unos meses, Estados Unidos está desbaratando buena parte de su credibilidad y con ello, su capacidad de influencia en diversos asuntos y regiones del planeta.
Quizás no hay mejor ejemplo que la crisis diplomática de Qatar con Arabia Saudita y otros países árabes. Inmediatamente tras el estallamiento de dicha crisis, el ejército estadounidense declaraba que mantendría sus lazos militares con Qatar, y el Departamento de Estado afirmaba que contribuiría con esfuerzos diplomáticos para ayudar a resolver el conflicto. Estos mensajes parecían empezar a calmar las aguas. Era obvio; no estaba en el interés de Washington que dos de sus más importantes aliados en la región entraran en semejante disputa. No solo ambos son militarmente estratégicos, sino que un alejamiento de Qatar de la esfera de influencia de Washington, podría propiciar su acercamiento hacia adversarios como Irán o Rusia, quienes estaban prestos para sacar partido de la crisis. Sin embargo, casi instantáneamente, Trump colocaba un tuit que muchos interpretaron como un intento por acreditarse la crisis diplomática: “Durante mi reciente visita al Medio Oriente declaré que no puede continuar el financiamiento a la ideología radical. Los líderes apuntaron hacia Qatar. ¡Miren!”. No siendo suficiente, ante reporteros, el presidente, se posicionaba del lado saudí, y acusaba a Qatar de estar fondeando al “terrorismo a un nivel muy elevado”. El problema es que una hora antes de esa declaración, el Secretario de Estado Tillerson pedía a los países árabes, suavizar su bloqueo contra Qatar ya que además de estar causando consecuencias humanitarias indeseadas, se estaba obstaculizando la lucha de EU contra ISIS. El Secretario de Defensa Mattis incluso, unos días después, afirmaba que probablemente Rusia estaba detrás de esta crisis diplomática, en un intento de Moscú por quebrar una alianza multilateral estabilizadora. El ejército estadounidense siguió mandando mensajes de equilibrio, continuó sus ejercicios militares con Qatar y estableció nuevos pactos de ventas de armas con el emirato. Tillerson exigió a Arabia Saudita especificar y moderar sus demandas, y siguió intentando mediar.
Pero no hubo éxito. La falta de coordinación, si no es que disputa abierta al interior de Washington, era muy clara. De un lado, Trump, sus declaraciones y su uso intensivo de Twitter. Del otro, dos de funcionarios clave de la administración tratando de apaciguar el fuego atizado por el presidente. La embajadora estadounidense ante Qatar no pudo resistir esta situación y prefirió renunciar sosteniendo –públicamente- que la Casa Blanca obstaculizaba las labores de mediación.
Tillerson, en cambio, sí ha resistido. No sin dificultades. Hace algunas semanas, la prensa reportó que el Secretario de Estado se habría referido a Trump como un “retrasado mental”. El presidente de su lado, dijo a la revista Forbes que él suponía que aquello era una noticia falsa, pero que, en caso de ser cierta, retaba a Tillerson a comparar las pruebas de coeficiente intelectual de ambos. “Y yo te puedo decir quién va a ganar”, remató.
El asunto es que cuando algo que parece una anécdota del mundo de los espectáculos se traslada a un escenario como Qatar o, ahora mismo, a Afganistán, las repercusiones pueden ser enormes. En este segundo caso, por ejemplo, Trump ha decidido respaldar un mayor rol de India –enemigo histórico de Pakistán- en el conflicto afgano. Sus discursos y amenazas contra Pakistán han orillado a ese país a acercarse más a China y a Rusia. A Tillerson, justo en estos días, le toca la difícil tarea de mediar para evitar perder aún más el nivel de influencia que Washington tiene sobre Islamabad. La pregunta es, ¿qué tanto puede lograr Tillerson como representante de la diplomacia estadounidense cuando cada día conocemos más detalles sobre su distanciamiento con Trump?
A otro profesional de esta administración, McMaster, consejero de seguridad nacional, le sucedió algo similar hace unos meses cuando tuvo que enfrentar una andanada de fuego “amigo” procedente nada menos que del entonces estratega en jefe de Trump, Stephen Bannon. Buscando imponer algo de coherencia en el Consejo de Seguridad Nacional, McMaster despidió a un número de funcionarios de medio rango, quienes eran leales a su antecesor Michael Flynn y al propio Bannon. Esto le costó una campaña de ataques, filtraciones y golpeteos, que estaban dificultando considerablemente su labor. Kelly toma el puesto de jefe de gabinete de la Casa Blanca justamente para meter orden en situaciones como esa, tarea para la cual, el exgeneral demandó a Trump una serie de condiciones y un amplio margen de maniobra. Pero nuevamente, hace unos 15 días corrían ya rumores de que su relación con el presidente se había deteriorado a niveles insostenibles, rumores que Kelly tuvo que desmentir.
Al final del camino, esa serie de personajes –en quienes buena parte del mundo está hoy confiando para que aporten responsabilidad, coherencia y predictibilidad a la política exterior de Washington a fin de impedir una o varias catástrofes-, sí está jugando un rol. En el tema de Irán, por citar un caso, se sabe que Mattis trabajó día y noche hasta lograr que Trump ofreciera lo que se consideró una solución “intermedia”: una descertificación al acuerdo nuclear, pero sin terminar con el pacto, enviándolo en cambio al Congreso para que éste adopte medidas o imponga nuevas condiciones al respecto. Sin embargo, ese rol de contención no deja de ser limitado. EU, hasta ahora, ha sido ineficaz para mediar entre sus aliados del Golfo Pérsico, o entre otros dos de sus aliados: Bagdad y el Kurdistán iraquí, en donde Rusia, Turquía y sobre todo Irán, le ganan la partida. Su incapacidad de influir en asuntos como el conflicto sirio, el afgano o el libio, está provocando vacíos que rápidamente están siendo llenados. Su política errática con China tiene impactos en otros temas, como la cuestión norcoreana. Y, en medio de todo esto, los ataques de Trump contra su propia gente, los cuales vienen a añadirse a otros conflictos que el presidente tiene con el Congreso, con el poder judicial y con otros actores, proyectan la imagen de una superpotencia paralizada. Así que, yo no sé hasta qué punto Rusia interfirió o no para asegurarse de que Trump tomara el poder. Lo que sí sé es que el tamaño de disrupción interna, de inestabilidad, de confusión y de inconsistencias que se pueden apreciar con este presidente, son circunstancias que, sin duda, Putin está aprovechando, si no es que disfrutando.