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El pasado miércoles, Trump estuvo en un mitin político en Minnesota (cual candidato permanente, el presidente sigue organizando mítines). En ese mitin, Trump prometió ser “tan duro” en materia migratoria como antes. “No están mandando a su mejor gente”, “We’re sending them the hell back” , les dijo. Poco antes, Trump había tenido que ceder ante la presión y había firmado una orden ejecutiva para detener la separación de familias de migrantes que su propia administración había venido implementando como una medida de “cero tolerancia”. Se trata de acciones que Trump ha justificado con los argumentos de siempre: es la única forma de asegurar fronteras que, antes de él, han sido “completamente descuidadas”. Pero en este asunto, la parte esencial rebasa al hecho de que el presidente haya tenido que recular de su política de separar a las familias de migrantes. El tema central tiene más bien que ver con cómo Trump consigue detectar una serie de preocupaciones y miedos que existen no solo entre su base más dura, sino en un incluso mayor número de estadounidenses (lo expresen abiertamente o no) y luego, su capacidad para articular un discurso que conecta emocionalmente de manera muy eficaz con esos sectores de la población. Como resultado, lo que para nosotros en México, para parte de la prensa en EU, para varios funcionarios, legisladores, académicos o activistas, puede parecer una conducta completamente barbárica, para un sector importantísimo en EU esa misma conducta tiene absoluto sentido. Y esa es la parte que hay que entender si es que algún día vamos realmente a enfrentarla. Propongo algunas nociones para aportar en esa comprensión.
Empecemos por el miedo. La investigación ha mostrado que las personas que están bajo estrés o tienen miedo tienden a ser menos tolerantes, más reactivas, y más excluyentes de otras personas (Siegel 2007; Wilson 2004). Se ha demostrado que la tensión generada por el miedo provoca un sentimiento de amenaza que nos hace comportarnos de maneras que rechazan o dejan fuera a otros grupos humanos. Estos sentimientos pueden tener efectos sobre circunstancias que van desde las preferencias electorales o el apoyo político de medidas tales como el cierre de fronteras, hasta el castigo colectivo a determinados grupos étnicos, religiosos o sociales, incluyendo en algunos casos, el deseo de represalias violentas dirigidas hacia los “enemigos” percibidos de esas sociedades (Hanes y Machin, 2014).
Las estadísticas indican que tras los atentados cometidos en Europa y Estados Unidos entre 2015 y 2016, además de las olas migratorias de los últimos años, los crímenes por odio contra musulmanes estadounidenses subieron a los peores niveles desde la época de los ataques de septiembre del 2001 en Nueva York y el Pentágono (Center for the Study of Hate and Extremism, 2016). En mayo del 2017, por ejemplo, dos personas murieron en un ataque contra musulmanes en un tren en Oregon. En otro caso, muy sonado, un individuo incendió el Centro Islámico de Fort Pierce, Florida, sitio en el que ocasionalmente rezaba Omar Mateen, el atacante de un bar nocturno en Orlando en 2016.
Ahora bien, de acuerdo con el Instituto para la Economía y la Paz (GTI, 2105), el terrorismo produce 13 veces menos muertes que otras clases asesinatos. De hecho, según Stewart las posibilidades estadísticas de que un estadounidense muriese en un ataque terrorista en 2017 eran de una en 29 millones. En otro estudio, Nowrasteh muestra que de 1992 a 2017, las probabilidades de morir o ser herido en un atentado terrorista cometido en suelo estadounidense, eran 133 veces menores que por otros tipos de violencia intencional. Y, sin embargo, en una encuesta efectuada en 2016 entre potenciales electores estadounidenses, la universidad de Quinnipiac detectó que ocho de cada diez de sus participantes consideraba algo o muy probable que ocurriese un atentado terrorista próximamente. Esto representaba los niveles más elevados de ansiedad por terrorismo desde el 2001. Es importante considerar que la misma encuesta indicaba que 53% de personas pensaba que las libertades individuales no se han restringido lo suficiente y deberían restringirse más a fin de garantizar la seguridad en su país.
No es casual que, de todas esas personas, quienes más se sentían vulnerables eran quienes indicaban que votarían por Donald Trump; 96% de esos electores consideraba que era probable que próximamente ocurriría un atentado terrorista, comparado con un 64% de quienes indicaban que votarían por Clinton.
A esa ansiedad solo hace falta añadir un elemento adicional: una narrativa que sostenga que las fronteras están desprotegidas, que los “musulmanes” se aprovechan de esa desprotección, o bien, en un tema distinto pero vinculado, que, a través de esas mismas fronteras llega gente que “tiene muchos problemas y nos traen esos problemas a nosotros. Nos traen drogas, nos traen crimen y a sus violadores” (Trump, 2015), refiriéndose, por supuesto, a los migrantes procedentes de México y otros países de nuestro continente.
En línea con esa misma narrativa del 2015 y 2016, Trump no está haciendo otra cosa hoy que lo que sus antecesores “dejaron de hacer”. Para él—así lo dijo hace pocos meses, cuando anunció el despliegue de la Guardia Nacional en la frontera sur—es impensable que Washington tenga que enviar tropas de élite a sitios tan lejanos como Siria para ocuparse de conflictos ajenos, y al mismo tiempo, tenga sus propias fronteras tan “descuidadas y amenazadas”. Bajo esa lógica y en ese contexto, construir un muro para “proteger” al país, o implementar medidas de “cero tolerancia” ante la amenazante inmigración, cobra cabal sentido. Y, por tanto, separar familias y enjaular niños, no son actos inhumanos, sino consecuentes, medidas para “disuadir” a aquellos migrantes (en palabras de Trump “asesinos y rateros” que “infestan nuestro país”) quienes “optan” por “violar la ley”, y que traen consigo a sus hijos a la hora de cometer ese “acto criminal” de cruzar la frontera hacia el norte. Son ellos, los “criminales y violadores”, la “basura” que viene del sur, no Trump, quienes ponen en riesgo a los niños.
La cuestión, repito, no es solo que Trump lo plantee de ese modo, sino la forma como esos planteamientos consiguen conectar emocionalmente con amplias capas de la población estadounidense, puesto que ello genera incentivos para que otros políticos, no siempre tan abiertos o directos como el magnate, lo respalden o repliquen su conducta. En pocas palabras, por más artículos que publiquen el New York Times o el Washington Post , por más disculpas que McCain emita por Twitter, o por más que escuchemos voces dignas e importantes en EU hablando de su inhumanidad, la realidad es que Trump no está solo. No llega al poder en solitario, ni actúa a partir de berrinches y caprichos sin complicidades. Lo único que él ha hecho es abrir las puertas a ciertos demonios que ahí estaban, latentes, listos para emerger. Esos demonios que hoy andan sueltos con permiso, son el enemigo a vencer. Trump es solo una de sus caras.