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Hace tiempo que Estados Unidos no es una potencia en expansión. Muy probablemente, de hecho, nos está tocando vivir su declive relativo. El debate al respecto no es nuevo. Lo que pasa es que a veces los asuntos coyunturales—la última cifra de desempleo, los alegres datos del crecimiento económico o la capacidad del presidente en turno para bombardear algún país o para renegociar algún acuerdo comercial—parecen ocluirlo. Frecuentemente elaboramos análisis y diagnósticos que parten de la suposición de que el poder estadounidense se mantiene inquebrantable o hasta creciendo. Por ejemplo, tendemos a pensar que Washington quiere y puede hacer guerras, lanzar intervenciones, contener a las otras superpotencias o a los poderes regionales en todas partes y al mismo tiempo, mientras a la vez, mantiene la vanguardia tecnológica, derrota a sus oponentes en la ciberguerra y en la carrera armamentista. Estas suposiciones necesitan hoy ser reexaminadas. Dos momentos importantes de esta semana parecen ilustrarlo. El primero, de carácter político, el discurso de Trump ante la Asamblea General de las Naciones Unidas—una arenga en contra del mismo sistema global que Washington ha contribuido a construir—sin mencionar las risas provocadas entre los asistentes tras sus autoelogios. El segundo, relacionado con lo económico, es la publicación de un reportaje en el New York Times acerca del alarmante nivel que ha alcanzado la deuda estadounidense y los monumentales intereses que ésta genera.
Empiezo precisamente por este último tema ya que es muy común que al analizar decisiones y acciones estadounidenses se pase por alto un importante elemento: ese país opera con un presupuesto altamente deficitario, lo que está teniendo implicaciones ya no para el largo sino para el mediano e incluso para el corto plazo. Es decir, la superpotencia es una máquina generadora de deuda; hace ya bastante tiempo que los recursos no le alcanzan para mantener a flote, todas al mismo tiempo, sus muy diferentes aventuras y agendas geopolíticas. Esto no significa que Washington no pueda tomar decisiones como incrementar su gasto militar (como está ahora mismo sucediendo), reactivar la carrera tecnológica y armamentista (como también ahora mismo ocurre) o amenazar con atacar países como Corea del Norte o Irán. Tampoco significa que un presidente estadounidense no pueda tomar la decisión de reducir drásticamente los impuestos, como lo está haciendo Trump. Pero lo que sí significa es que todas esas decisiones tienen un costo demasiado elevado que alguien, en algún punto, va a tener que pagar con todo e intereses. Cuando la superpotencia ya está generando la deuda más alta en toda la historia, cada medida que no contribuye a reducir esa deuda, y que en cambio la incrementa, eventualmente termina por restringir su poder estructural, y, por tanto, su capacidad para influir sobre eventos y acciones en distintas partes del globo.
De acuerdo con el reporte del NYT, Estados Unidos pagará el año que viene unos 390 mil millones de dólares por concepto de intereses de la deuda (50% más que en 2017), y está en camino directo para que, en una década, el costo de esos intereses ascienda a 900 mil millones de dólares anuales, es decir, un 80% del PIB actual de México. Los datos indican que en poco tiempo Washington estará gastando más en el pago de sus intereses que en su presupuesto militar.
Este fue el panorama que, entre otras cosas, hizo a Obama reevaluar la posición estadounidense en el mundo. Esta no es la primera ocasión que algo similar ocurre en la historia. Vale la pena releer a Paul Kennedy y su “Auge y Caída de las Grandes Potencias”. Cuando los recursos empiezan a ser limitados, una potencia tiene que decidir hacia donde—y hacia donde no—destina lo que hay. Así, la Doctrina Obama consistió en recortar el número de terrenos internacionales en los que Washington estaba interviniendo, priorizar aquellos sitios en donde la superpotencia debía participar de manera directa y, en cambio, permitir que fuesen sus aliados locales y regionales quienes operaran en aquellos sitios en los que EU prefería no operar salvo de manera limitada. Esto fue muchas veces interpretado como signos de debilidad personal o como deseos “pacifistas” de aquél presidente. La realidad es que había que absorber una crisis económica de dimensiones históricas (2008), lo que inescapablemente iba a hacer crecer a un ya insostenible déficit, y, por tanto, era indispensable definir en qué se podía invertir y en qué no. Estas decisiones no estuvieron libres de oposición o de consecuencias. Por ejemplo, presionado por las finanzas, Obama eligió calendarios de retiro de Irak y de Afganistán más veloces que los que el Pentágono recomendaba. Y en efecto, estos repliegues terminaron por provocar vacíos que fueron aprovechados por actores locales y que resultaron en la recuperación de los talibanes en Afganistán, o el resurgimiento de un ISIS renovado en Irak.
A veces pareciera que Trump piensa muy distinto que Obama. Sin embargo, por razones diferentes (relacionadas con su “America First”), el actual presidente llega a conclusiones similares. Para él, Estados Unidos no tiene nada que hacer peleando las guerras de otros, ni tiene por qué derrocar gobiernos o defender a terceros si Washington no extrae de ello réditos claros. Trump considera que EU invierte demasiados recursos en estas misiones siendo que sus ganancias por hacerlo son a veces nulas. Para el magnate, por poner un caso, la suspensión de ejercicios militares en Corea del Sur tiene que ver no tanto con la paz coreana, sino esencialmente con el costo de esos ejercicios y con lo mucho que se podría “ahorrar a los pagadores de impuestos” de su país. La cuestión, no obstante, es que el déficit sigue creciendo sin parar, mucho más cuando la reforma impositiva, muy popular y eficaz en el corto plazo, contribuirá a ir secando las arcas del tesoro.
Así es, Estados Unidos es hoy una potencia que está tendiendo a mirar mucho más hacia adentro que hacia afuera. Trump pareciera estar trabajando activamente para desmantelar el complejo sistema de reglas y entendimientos (que los propios estadounidenses han contribuido a construir) mediante los cuales se ha pretendido ordenar, relativamente, el comportamiento errático de los estados en un entorno global anárquico. En su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente estadounidense puso en palabras, de nueva cuenta, su visión acerca de la necesidad de priorizar lo que él entiende como intereses auténticos de las personas para las que él sí trabaja, dejando a la vez muy en claro quiénes son los actores para los que él no trabaja: las organizaciones intergubernamentales y los gobiernos extranjeros (aliados o rivales por igual).
Lo que tenemos al final del camino es una superpotencia altamente endeudada, la cual, bajo las perspectivas actuales, se encuentra cerca de tener que gastar más en sus intereses que lo que puede invertir para hacer crecer su poder militar, y la cual está siendo percibida ya sea como débil y en franco repliegue—como en tiempos de Obama—o como aislacionista, autointeresada e irresponsable en tiempos de Trump. Pero más allá de Obama o Trump, hay autores que indican desde hace años, que las raíces de lo que hoy estamos viendo rebasan a las personas. El poder (económico y político) que llegó a detentar Estados Unidos estaba ya en fase de declive relativo desde mucho antes de los últimos dos presidentes. Eventualmente, argumentaban estos autores, los síntomas se iban a hacer presentes. Bajo esa óptica, lo único que restaba a los líderes era administrar la caída para asegurar que, en un sistema multipolar, la superpotencia siguiera conservando un rol de la mayor relevancia posible. Las risas que resonaron en Naciones Unidas el pasado martes nos recuerdan que ni siquiera ese objetivo parece simple en los días que vivimos.