Vivimos tiempos convulsos. Se han estado publicando numerosos textos en diarios y revistas que buscan encontrar sentido en una serie de fenómenos a los que estamos sujetos. La personalidad y la gestión de Donald Trump, por ejemplo, han suscitado profundas reflexiones acerca de temas como “El fin de la inteligencia” (Hayden, 2018) o “La muerte de la verdad” (Kakutani, 2018). Pero no solo Trump está en las discusiones. En toda clase de regiones se puede apreciar el avance de populismos de izquierda y de derecha, la emergencia de propuestas políticas alternativas a los sistemas tradicionales y el desafío al capitalismo transnacional-global que ha sido incapaz de incluir, o al que le han faltado las respuestas cada vez que entra en crisis. Esta misma semana, Obama lo dijo así: Nos encontramos ante “un creciente nacionalismo, xenofobia y fanatismo en los Estados Unidos y en todo el mundo”. La realidad es que vamos a necesitar muchos años de estudio y de ese análisis que solo los historiadores pueden efectuar a partir de algo con lo que hoy no contamos: la perspectiva que aporta el tiempo transcurrido. Mientras tanto, sin embargo, es posible identificar un tema que se ha convertido en un patrón continuamente repetido, diría yo, en casi toda esa serie de textos que se están escribiendo, en casi cada análisis, cada arenga, disputa, o discurso, o hasta como “explicación” del triunfo mundialista de la selección francesa: el factor migración. Este artículo no es, por supuesto, un tratado acerca del tema, sino un simple intento por señalar algunas de las conexiones que hoy enlazan a ese fenómeno con otros más.

Lo primero es reconocer que, desde un análisis complejo, es imposible identificar causas únicas para explicar manifestaciones como el ascenso de la xenofobia, el nacionalismo o el fanatismo. La migración no es, por ende, el único factor relacionado con dicha xenofobia o con el aumento de los nacionalismos. También es importante mencionar que esta no es, de ninguna manera, la primera vez en la historia que el nacionalismo, la xenofobia o el fanatismo se hacen presentes, y mucho menos es la primera ocasión en la que se pueden apreciar efectos varios a causa de migraciones humanas. Aún así, cabe reflexionar en lo siguiente: (a) nunca antes en toda esa historia habíamos estado tan sujetos a semejante cantidad de información procesada al instante; nunca habíamos sido tan impactados por imágenes, textos y videos que dan la vuelta al planeta por millones de veces en segundos; (b) nunca antes nuestros sistemas económicos y políticos habían estado tan interconectados, por lo que no hay un paralelo en la historia en el que de manera tan inmediata, algo que sucede a miles de kilómetros puede afectar temas como el salario, el empleo, u otros como las percepciones o la toma de decisiones en un país distante; y (c) la combinación de estos elementos tiene un correlato adicional: el miedo, en todas sus caras, viaja hoy mucho más rápido que nunca. Miedo a ser víctimas de violencia o terrorismo, miedo a que nos alcancen los problemas de los “otros”, miedo a que nos invadan las “hordas” de extranjeros y que nos contagien de sus males, afecten nuestra estabilidad o que nos roben nuestros trabajos. Miedo a perder nuestros valores, nuestros símbolos, nuestras costumbres. Miedo a perder nuestras certezas. Miedo a las fronteras abiertas y desprotegidas. Miedo a todo eso que viene de fuera. Estos miedos tienden a exacerbarse, por supuesto, cuando esas olas de migración presentan picos como ocurrió en Europa entre 2014 y 2016.

Frente a esas circunstancias, lo único que hace falta es un discurso que nos resulte convincente, el cual proponga formas o “soluciones” para “cuidarnos” y “proteger” a nuestras sociedades de todo eso que sentimos. Un discurso que, para nosotros, tenga sentido. Y si ese discurso realmente conecta con esas emociones, es difícil que sea derrotado por estadísticas, por “hechos” o por datos que sustenten lo contrario. Ahí, en esa narrativa, cabe la idea de un muro, una gran cerca, o de cualquier medida para resguardar las fronteras, para salvar a nuestros hijos de los “violadores y criminales”, o bien, para cuidar nuestra “amenazada” economía. Ahí cabe también la idea de prohibir la entrada a todos los ciudadanos de un país cuya mayoría de personas profesan determinada religión. Bajo esa misma lógica caben también otros conceptos como el de abandonar una unión económica como la europea porque, entre otras cosas, ha relajado los controles fronterizos o porque permite que los “otros” vengan a nuestro país y nos arrebaten los bienes escasos que poseemos. Triunfan las narrativas que prometen fortalecer lo propio, los valores nacionales, las que prometen frenar con aranceles a quienes buscan invadir nuestros mercados y aprovecharse de nosotros, las que juran ver, finalmente, por nuestra nación, por nuestras personas. Nosotros primero.

Lo malo es que, a pesar de que resulte difícil de comunicar, hoy es prácticamente imposible desvincularse de este sistema global que, a lo largo de décadas, para bien o para mal, hemos creado y desarrollado. Pensemos solamente en la crisis de refugiados que alcanza niveles máximos en Europa en 2015 y 2016. Revisando los datos, los tres países que más generaron refugiados en esos años fueron Siria, Irak y Afganistán. Ahora bien, si contrastamos esa información con el Índice Global de Paz de esos mismos años, los tres países menos pacíficos del globo eran naturalmente Siria, Irak y Afganistán. Y si cambiamos de indicador y revisamos el Índice Global de Terrorismo de los mismos años, ¿cuáles eran los tres países con mayor cantidad de muertes por terrorismo en todo el planeta? Exacto. Y una más, justo en esos tres países, en los últimos años, han tenido lugar intervenciones militares internacionales para “combatir” los males que ahí se han “engendrado”. Solo considerar Siria, un sitio cuya guerra civil se gesta de manera interna, pero cuyo crecimiento y duración son imposibles de entender sin la participación de potencias extranjeras, incluido el involucramiento directo e indirecto de varias de las naciones europeas que posteriormente tuvieron que enfrentar, como efecto bumerang, esas olas de refugiados sirios. Como podemos ver, la correlación entre el conflicto armado, el terrorismo y los grandes picos de refugiados de los tiempos recientes, es evidente, aunque esos conflictos ocurran en sitios que se encuentran a miles de kilómetros de distancia.

A esos factores debemos sumar la migración por causas económicas que tiene otros orígenes pero que tampoco puede ser desvinculada del ecosistema global en el que vivimos. Entender eso muy bien, implica asumir entonces, que es imposible resolver el fenómeno migratorio a través de muros, controles fronterizos o a través de apelar a los valores y símbolos nacionales. Sin embargo, un análisis racional de este fenómeno no llega a las audiencias de la misma manera que el relato emocional que busca conectar con el miedo a los peligros o amenazas que “vienen de fuera”, miedo para el que ese discurso, ofrece soluciones simples: “Impide la entrada al país de todos los musulmanes”, “Que se queden todos en Turquía” o simplemente “Construye ya ese mentado muro” para frenar el terrorismo, el crimen y la drogadicción de nuestros jóvenes. ¿Quién necesita revivir a la moribunda “verdad” de Kakutani o rescatar a la “inteligencia” de Hayden?

Twitter: @maurimm

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