Para un gobierno que se propuso lograr un “México en Paz” como primera meta en su Plan Nacional de Desarrollo, el hecho de que este octubre hubiese sido el mes más violento en 20 años, debería provocar serios replanteamientos. Así que, si me lo permite usted, hago una pausa en mi análisis de asuntos internacionales y me enfoco a recordar un par de cuestiones al respecto para tenerlas en consideración ahora que, a propósito de las campañas, estaremos escuchando y discutiendo propuestas diversas. Necesitamos un cambio de chip. México no está sumido solamente en “un problema de narcotráfico”, o siquiera en un problema de “altos niveles de violencia a causa del crimen organizado”; México padece una serie de circunstancias que se traducen en falta de o carencia de paz estructural. Y no es lo mismo. La paz no es únicamente la ausencia de violencia. Hablar de “devolver” la paz a los mexicanos, exhibe un deficiente entendimiento del tema pues supone que solo porque hace algunos años la violencia era menor, entonces automáticamente vivíamos circunstancias de paz. Plantear la problemática, en cambio, como una condición de falta de paz de raíz, implica asumir la parte más difícil: resolver las circunstancias que padecemos requiere de estrategias que no solo estén orientadas a reducir picos de violencia como los que estamos, lamentablemente, experimentando, sino hacia construir las estructuras y las instituciones que crean y que sostienen a las sociedades pacíficas (IEP, 2016).
La paz tiene, en efecto, un aspecto negativo –lo que la paz no es, o esa serie de factores que no deben estar presentes para que pueda haber paz-- que consiste en la ausencia de violencia y la ausencia de miedo a la violencia (Galtung, 1985; Alger, 1987; Ekanola, 2012). Sin embargo, esas son condiciones necesarias, no suficientes, para que haya paz, toda vez que ésta tiene también un aspecto positivo: aquello de lo que se compone. Para poder entender en qué consiste el ADN de la paz, no basta estudiar la guerra o la violencia, sino que hace falta estudiar a las sociedades pacíficas, el entorno que las favorece, y los círculos virtuosos que producen. Así, a partir de investigación de las circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales de decenas de países que muestran altos niveles de paz a lo largo de los últimos 65 años, distintos autores nos explican los factores estructurales que se encuentran detrás de esas sociedades. Condensando esos conceptos, el Instituto para la Economía y la Paz describe ocho indicadores en los que dichas sociedades, de manera clara y constante, muestran mejor desempeño que las sociedades que carecen de paz. Estos son los ocho pilares o columnas de la paz: (1) gobiernos que funcionan adecuadamente, (2) distribución equitativa de los recursos, (3) el flujo libre de la información, (4) un ambiente sano y propicio para negocios y empresas, (5) un alto nivel de capital humano (generado a través de educación, capacitación, investigación y desarrollo), (6) la aceptación de los derechos de otras personas, (7) bajos niveles de corrupción, y (8) buenas relaciones entre vecinos (cohesión social).
Por poner unos ejemplos: al estudiar decenas de conflictos armados, se detecta que la corrupción o la desigualdad, tienen una elevadísima correlación con la violencia. Mientras más corruptas y desiguales son las sociedades, más probabilidades de que éstas experimenten violencia. Por contraparte, las sociedades más pacíficas tienen de manera consistente un mejor desempeño en ambas variables. Por consiguiente, pensar en reducir violencia a través de esquemas meramente punitivos, sin al mismo tiempo transformarnos en sociedades más equitativas y menos corruptas, es desatender los factores estructurales que construyen y sostienen la paz, muy a pesar de que ciertas medidas para la reducción de violencia pudiesen tener mayor o menor eficacia. Es decir, fomentar el crecimiento con desarrollo económico sustentable y con desarrollo humano, el bienestar, el empleo, la salud, la educación, la democracia, el respeto a los derechos humanos, el combate a la corrupción y el fortalecimiento de la transparencia y rendición de cuentas, el respeto al estado de derecho y una eficiente impartición de justicia, la cohesión social, la inclusión, la protección a los periodistas y el acceso a la información, no son temas “interesantes” o necesarios cada uno de manera independiente, como si estuviesen desconectados entre sí. Estos componentes se encuentran, cada uno, vinculados de manera directa o indirecta a las circunstancias de falta de paz estructural que vive México.
Los mismos elementos, sin embargo, podrían aportar algunas rutas de salida –y esto es acerca de lo que deberíamos estar discutiendo los meses que siguen a propósito de las propuestas de los diferentes candidatos--. De un lado, se requieren, efectivamente, estrategias de corto, mediano y largo plazo para reducir y prevenir la violencia. A ese respecto, tenemos ya un número importante de expertas/os en el país que escriben y que participan de esta discusión de manera cotidiana. Pero al margen de la reducción y prevención de violencia, se necesitan también esfuerzos colaborativos entre los sectores público, privado, social, academia, medios de comunicación y otros, para diseñar e implementar una serie de estrategias de corto, mediano y largo plazo a fin de atender otros factores como lo son, por ejemplo, el miedo y los efectos psicosociales asociados con la violencia, así como todas las secuelas que éstos dejan en víctimas directas, pero también en las víctimas indirectas y en la sociedad en general. Ahora bien, incluso si todo ello se aborda adecuadamente, estaríamos apenas trabajando el lado negativo de la paz. Se tendría que diseñar paralelamente y de manera colaborativa e interconectada con lo anterior, una serie de estrategias para construir condiciones de paz positiva, cuyos objetivos deben estar en fortalecer los ocho pilares arriba mencionados.
Nos queda claro a todas y todos que no se trata de temas simples, pero no por ello podemos evadirlos, mucho menos cuando tenemos la obligación de pensar, demandar y discutir propuestas para los años que siguen. Dejar de trabajar en esos temas de manera suficiente (no en un sexenio, sino a lo largo de décadas) nos tiene en el octubre rojo que estamos teniendo que vivir.