Hay varias guerras frías en curso. Así las llaman algunos autores, aunque otros prefieren evitar esa denominación argumentando que los conflictos geopolíticos que hoy enfrentan a las superpotencias difieren mucho de la Guerra fría del siglo XX. Y si bien el debate sobre el nombre importa, en lo que hay coincidencia es en que la competencia y rivalidad entre esas superpotencias está ocasionando un replanteamiento de las estrategias para enfrentar los retos percibidos por parte de cada una de ellas. Esto se está manifestando de muy distintas maneras que exhiben una creciente conflictividad y enormes riesgos, factores que. rebasan presidencias o individualidades. Así que, a pesar de encontrarnos envueltos en el día a día de esta serie de movimientos y aún no tener suficiente perspectiva histórica, vale la pena de vez en cuando reflexionar acerca de ellos y revisar cómo es que impactan los temas coyunturales que frecuentemente nos ocupan.
Sintetizo: desde 2018 hay un reconocimiento por parte de los más altos mandos militares y agencias de seguridad en Estados Unidos, de que durante las últimas décadas, mientras Washington enfocó sus mayores esfuerzos en combatir al terrorismo—primero a Al Qaeda, posteriormente a ISIS—subestimó lo que estaba ocurriendo ante sus narices: (a) el incremento de capacidades militares y tecnológicas de las otras dos superpotencias: Rusia, y sobre todo, China, y (b) su determinación para disputar el poder a Washington, independientemente del grado de conflictividad que esto provoque.
De su parte, podemos afirmar que tanto Moscú como Beijing perciben un declive relativo de Estados Unidos (algo que ha sido expresado varias veces por funcionarios y líderes de ambos países), declive que se manifiesta en su incapacidad y/o indisposición para hacer prevalecer su liderazgo e influencia en todas las esferas que anteriormente ocupaba. Esto abarca desde espacios geográficos (evidente en temas como, por ejemplo, el repliegue relativo de fuerzas estadounidenses de zonas específicas, o su falta de determinación para retar a Rusia ante el sitio que ésta se ha ido ganando en Medio Oriente, o su ineficacia para contener la expansión china en sus mares colindantes), hasta otro tipo de esferas como lo es la económica o la tecnológica. Por ejemplo, un estudio del Instituto Allen sobre Inteligencia Artificial apenas publicado, indica que, de acuerdo con los artículos científicos más citados, China sobrepasaría las capacidades estadounidenses en esta materia entre el 2019 y el 2025.
Esto no es algo desconocido en Washington; el Jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos (el oficial militar de mayor rango de las Fuerzas Armadas de EEUU y el principal asesor militar del Presidente, el General Joseph Dunford), ha declarado que esto es precisamente lo que ocurriría si Washington no destinaba cantidades millonarias a investigación y desarrollo. Pero la realidad es que a la superpotencia no le sobran los recursos en estos tiempos en los que tiene que lidiar con la deuda más grande de toda su historia—con todo y sus no pocos intereses—y en los que se sigue debatiendo el tamaño del déficit fiscal con el que se debe operar. En palabras simples, Estados Unidos no tiene hoy ya la capacidad de estar en todas partes al mismo tiempo, cubriendo todas las áreas que requeriría para sostenerse como la máxima potencia del globo, y, además, mantener la vanguardia tecnológica que mantuvo durante las últimas décadas. Estos factores tienden a provocar vacíos que activan la competencia y en última instancia, el conflicto, entre esos grandes rivales, el cual puede o puede no estallar de manera abierta o directa.
Una “guerra fría” es precisamente la combinación de los dos elementos que componen la expresión. Es guerra porque existe algún grado de enfrentamiento entre las partes. Pero es fría porque el conflicto armado no estalla de manera abierta. En cambio, en una guerra fría se establecen líneas de equilibrio, se demarcan zonas de seguridad. Se despliegan los músculos y se demuestra la fuerza con el objeto de contener y disuadir al enemigo. Ello desata carreras armamentistas y detona normalmente la disputa de zonas de influencia en distintas partes del planeta. Mientras tanto, el choque entre los actores sí se da, pero de manera indirecta o a veces silenciosa, a través de terceros, o bien, mediante golpes bajos como el espionaje, el sabotaje o actualmente, la ciberguerra y la guerra de información.
Ahora bien, hay muchas diferencias entre lo que sucede en la actualidad y la Guerra Fría del siglo XX, cuando dos grandes bloques ideológicos encabezados por EEUU y la URSS se confrontaban. Podemos enumerar al menos las siguientes: (a) Esta vez, el enfrentamiento no es bipolar, sino multipolar, tres de esos polos son Estados Unidos, Rusia y China, pero hay otros polos como la Unión Europea buscando proteger sus propios intereses estratégicos que no son idénticos y a veces pueden incluso chocar con los de Washington. En este esquema, a veces Rusia y China cooperan, pero no siempre y no necesariamente lo seguirán haciendo de manera eterna; (b) Los tiempos que vivimos, más que exhibir enfrentamientos ideológicos entre potencias enemigas, denotan una rivalidad y competencia que se entreteje con cuestiones de globalización e interdependencia; por ejemplo, si bien Washington ve hoy en China a su mayor rival, la interconexión de sus economías es tal que cualquier daño a una acarrea inescapablemente daños severos a la otra. China es a la vez el mayor competidor, el enemigo a vencer, pero también el mayor socio comercial y el mayor acreedor de Washington.
Esto ocasiona que vivamos en una especie de esquizofrenia entre el conflicto y la cooperación; (c) A lo anterior, hay que añadir la participación e intereses de actores no estatales tanto pacíficos como los violentos que no se han ido a ninguna parte y, que, por tanto, siguen representando serias amenazas en distintos sitios del planeta. El mapa de los conflictos del siglo XXI luce muy distinto al del siglo previo: en la actualidad, la mayor parte de las guerras no son entre países sino conflictos internos o transnacionales en los que hay la intervención de uno o más actores no estatales violentos. Ello puede al mismo tiempo producir espacios en donde las superpotencias encuentran intereses comunes (por ejemplo, el combate a ISIS), o bien, espacios en donde se usa a esos actores precisamente para competir por influencia (como parece estar pasando con los talibanes afganos, por parte de Moscú y Washington).
En suma, la reconfiguración de largo plazo que se vive en el sistema global ofrece un interesante espacio de análisis, aunque, lamentablemente, nos regresa a tiempos de alto riesgo. En este entorno, la guerra comercial, la ciberguerra, la ofensiva contra la 5G o el respaldo político a un presidente cuestionado por su población como Assad o más actualmente Maduro, no son sino pequeños componentes de un complejo entramado que incluye dimensiones geopolíticas, económicas, tecnológicas, diplomáticas y culturales, por mencionar solo algunas, pero que encuentra en la dimensión militar y la carrera armamentista, los más crecientes peligros. La historia nos muestra que no es imposible que ese tipo de dinámicas termine provocando guerras entre superpotencias fuertemente armadas con repercusiones difíciles de medir. Pero la misma historia también nos ha mostrado que existe la capacidad para contener e incluso revertir esas espirales, mucho más cuando las condiciones de interdependencia, como se describe arriba, pueden incentivar la cooperación. Esperamos haya la frialdad y la inteligencia para hacerlo.