El líder norcoreano, decíamos en una colaboración previa, ha resultado muy efectivo para la guerra de nervios. Hace solo unos días Trump se congratulaba porque Kim, en su opinión, había tomado una “muy sabia” y “bien razonada” decisión al no lanzar misiles sobre y alrededor de Guam, como Pyongyang había amenazado. El Secretario de Estado Tillerson, haciendo eco de ese mensaje, indicaba que estaba “contento porque el régimen de Pyongyang había mostrado cierto grado de restricción que no habíamos visto en el pasado”. Sin embargo, en el marco de ejercicios militares de EU, Corea del Sur y Japón, Kim volvió a la carga: Primero, tres nuevos ensayos con misiles de corto alcance, y luego, uno más que sobrevoló el territorio japonés. En Japón, este último lanzamiento causó una verdadera conmoción psicológica y política. El ensayo fue descrito como realmente “provocador” en la prensa. Los programas de la TV pública fueron interrumpidos con una advertencia en las pantallas. Algunas líneas del tren bala suspendieron su servicio durante varios minutos. El debate político acerca de la necesidad de reformar la constitución y fortalecer las capacidades ofensivas de Japón volvió a encenderse. Ya con los ánimos caldeados, Trump regresa al modo de tuitamenazas: “Corea del Norte nos ha extorsionado durante 25 años”, “El tiempo de hablar se acabó”, y “Todas las opciones están sobre la mesa”. Pero, ¿lo están realmente?
Hay una escena en la serie “Hostages” en la que un comandante de la policía advierte al jefe de las fuerzas especiales: Mientras no se le presente un operativo táctico lo suficientemente bueno y seguro para terminar con la situación de rehenes sin un baño de sangre, no queda otra alternativa que negociar con los captores. Quizás la situación coreana no es tan distante. Bannon, ex estratega de Trump, en entrevista para la revista The American Prospect, lo puso en estos términos: “No hay solución militar, olvídalo…Hasta que alguien resuelva la parte de la ecuación que me demuestre que 10 millones de personas en Seúl no mueren en los primeros 30 minutos a causa de armas convencionales, no sé de qué me estás hablando, no hay solución militar ahí, nos tienen agarrados”. Y no es que, tal cual, 10 millones de personas morirían en 30 minutos, pero sí, según proyecciones serias, decenas o cientos de miles en los primeros días. Por tanto, incluso asumiendo que, en una situación de guerra, Washington terminara por reducir o eliminar la capacidad convencional norcoreana en poco tiempo, e incluso si el resultado fuese eventualmente el colapso del régimen, el daño provocado por Pyongyang sería inaceptable para cualquiera de los actores involucrados. Ese es uno de los factores que otorga semejante margen de maniobra a Kim.
La anterior comparación con una situación de rehenes puede ser demasiado simplista y exagerada, pero también podría funcionar para ofrecer algunas hipótesis. Teóricamente, el horizonte para que Estados Unidos pudiese atacar a Corea del Norte solo se abriría si (a) EU contase con la certeza de que un ataque preventivo contra Pyongyang no resultaría en una escalada mayor de las hostilidades, escalada que Kim se ha asegurado en convertir en su principal amenaza; (b) si Washington fuese capaz de desarrollar una táctica que pudiese neutralizar la capacidad ofensiva inmediata de Pyongyang, minimizando al mismo tiempo el costo humano que una escalada del conflicto pudiera ocasionar; o bien, (c) si Trump estuviese dispuesto a aceptar y asumir ese altísimo costo humano y no hubiese actor interno o externo –Seúl y Tokio incluidos-, que pudiese convencerlo de lo contrario. De otra forma, las amenazas del presidente resultan huecas.
De no cumplirse cualquiera de las anteriores condiciones, Washington tendría que vivir con la realidad de las únicas alternativas para destrabar el conflicto: sanciones y/o negociaciones bajo los nuevos términos y circunstancias. Los términos actuales supondrían comprender que (1) Corea del Norte ya cuenta con misiles intercontinentales balísticos funcionales capaces de amenazar cualquier parte del territorio estadounidense; (2) que Pyongyang ya ha conseguido miniaturizar y montar una bomba atómica transportable en esos misiles; (3) que lo único que le faltaría a Kim, sería dominar la tecnología de reingreso del misil hacia la atmósfera, algo que probablemente resolverá en los próximos meses; y (4) que, por tanto, no hay demasiadas concesiones que se puedan esperar de él si es que se pretende que camine de reversa en estos proyectos.
Del mismo modo, sin muchas opciones sobre la mesa, Washington tendría que asegurarse de contar con la colaboración de China y de Rusia –detectando y sacando provecho de los intereses que son comunes a todas esas potencias-, tanto en la desactivación de los riesgos más inminentes, como en reducir los riesgos de largo plazo que la nuclearización de Pyongyang conlleva. Pero para ello, la Casa Blanca tendría que ajustarse a lo que Beijing y Moscú han propuesto para desatorar la crisis: un congelamiento del proyecto nuclear norcoreano, a cambio de una suspensión de ejercicios militares de EU y sus aliados regionales como puntos de partida para intentar retomar el camino del diálogo.
La alternativa es seguir alimentando la espiral ascendente de nervios y tensiones, como ahora mismo: Ejercicios militares de Washington, Seúl y Tokio, que buscan exhibir fuerza y músculo, pero que hasta hoy, no han obtenido otra respuesta por parte de Kim que su intento por demostrar que no será disuadido, y que se mantendrá en la dirección de mejorar sus capacidades nucleares y de misiles.
El hecho de que esta vez el proyectil haya sobrevolado el territorio japonés, vuelve a traer el tema del rearme nipón a la agenda, rearme que ya tiene lugar desde hace años, pero que podría cobrar mayores dimensiones, contribuyendo todo ello a acelerar la carrera armamentista en la región.
Así que si el discurso del “Eje del Mal” de Bush, y la “Paciencia Estratégica” de Obama no fueron efectivos para resolver la situación de la península coreana, probablemente el “Fuego” y la “Furia” de Trump, tampoco la resolverán. Solo que hoy, los riesgos son mayores y las vías para actuar son más estrechas. Las posibilidades de que alguien cometa errores de cálculo o de que sus propias palabras y amenazas le orillen a ir tropezando hacia la guerra, siguen aumentando.