Este espacio, como usted lo sabe, se dedica al análisis de temas internacionales. Sin embargo, debido al momento que vive nuestro país, esta semana cambiamos un poco el foco.
La realidad humana, nos enseñan autores como Edgar Morin, es compleja (com=junto, plexus=tejido, es decir, algo tejido junto). Esto significa que esa realidad no está compuesta por una, sino por múltiples dimensiones, múltiples niveles, múltiples vectores y múltiples partes que incluyen factores—locales, regionales y globales—políticos, económicos, sociales, culturales y psicológicos entre muchos más, interactuando todos al mismo tiempo. Múltiples historias, podríamos decir, que se encuentran todas entretejidas y coexisten, se mueven, chocan. Además de eso, los seres humanos tenemos, cada uno, nuestra propia historia. Somos, dice Morin, seres bio-psico-sociales y, por tanto, nuestra observación de esas variadas dimensiones que componen la compleja realidad, está sujeta a nuestras muy peculiares circunstancias. Somos, en palabras simples, producto del tiempo en que nos toca llegar al mundo, del país, de la ciudad, del barrio donde nacimos y/o en donde posteriormente vivimos, de la familia que nos engendra, de la comunidad que nos acoge, de la sociedad con la que interactuamos, del lenguaje que aprendemos a utilizar, de las narrativas que nos alimentan, de los relatos que escuchamos de maestros, líderes, escritores, poetas, artistas. No solo eso, también tenemos nuestras propias formas de leer y reaccionar ante esas narrativas, las abrazamos, las realimentamos, o las confrontamos y buscamos transformarlas, y eso, a su vez, se vuelve parte de quienes somos. Todo ello sin descontar nuestras elecciones, nuestras preferencias, las emociones e incluso las reacciones biológicas que tenemos ante cada uno de los episodios que conforman nuestra experiencia.
Como resultado de lo anterior, es perfectamente comprensible que los seres humanos seamos diversos e interpretemos de maneras muy distintas esas complejas realidades que vivimos. Eso ocasiona que a veces concordemos con otros seres humanos que observan los problemas que compartimos desde ángulos similares a los nuestros, o que otras veces tengamos conflictos con otros seres humanos que sienten, piensan o interpretan esa realidad desde otras visiones o lugares. También ocurre que asumimos que nosotros, en lo personal, o que nuestro grupo político, económico, social, étnico, religioso, nacional o humano, merece ocupar cierto sitio y espacio para intervenir (o dominar) en esa realidad compleja, lo que nos lleva a competir y a menudo a chocar con otras visiones rivales o en pugna. Esto, por supuesto, nos pasa todos los días. En la casa, en el trabajo, en la escuela o universidad, o en otros espacios sociales en los que convivimos. Pero el punto central está en que, dado que no vivimos en soledad, necesitamos procesar y dirimir los constantes conflictos que emergen de esa convivencia.
Para ello, los seres humanos frecuentemente emplean métodos violentos o amenazan con emplearlos a fin de imponerse. Pero la historia, cargada de sangre, también nos ha enseñado a desarrollar otras formas menos violentas para lograr procesar esos conflictos. Hemos tenido que aprender de ese cúmulo de experiencias salvajes, para concluir que sí es posible la coexistencia de interpretaciones rivales o metas conflictuadas, y que es posible que un mayor número de personas gane más a partir de mecanismos pacíficos de diálogo y transformación de disputas. Más aún, hemos aprendido que, en el largo plazo, eso es lo que más conviene a todos los componentes de esas complejas sociedades que somos. En eso consiste, en teoría, lo que debiera ser el espacio de la política, al menos desde una perspectiva ideal.
El problema es que constantemente nos olvidamos de los aspectos anteriores y perdemos de vista nuestro muy humilde lugar en medio de esa realidad multidimensional y entretejida. En nuestras batallas, somos seres ávidos por la recompensa inmediata. Presentamos los problemas con absoluta simpleza. Ofrecemos categorías llanas, explicaciones reducidas, respuestas unidimensionales. Caemos en el peligro de contar “una única historia”, para usar las palabras de Chimamanda Adichie. A veces porque esa es la única historia que vemos. Otras veces porque no nos conviene dar crédito a explicaciones que compiten con las nuestras. Así que, por incapacidad o conveniencia, dejamos de lado el hecho de que en esa “verdad” de la que tratamos de convencer a nuestros prójimos, hay muchos otros componentes que no estamos considerando y que probablemente, nuestros otros, sí aprecian o proponen; y que, por tanto, en cada planteamiento rival, hay también un poco de verdad. Esto se traslada frecuentemente del campo de la política formal a nuestras relaciones cotidianas y viceversa. Conversamos sin escuchar y perdemos, con ello, la oportunidad de captar esas otras dimensiones que nuestra muy corta mirada es incapaz de vislumbrar. Tal vez para este momento usted piensa que estoy hablando de algún candidato o de algún partido político. Ese es justo el punto. Estoy hablando de lo que hoy veo en todos ellos y de lo que hoy veo en muchos de nosotros. Estoy hablando de cómo se engendra, cómo crece y se reproduce la polarización. Nada nuevo, pero no por ser un tema viejo resulta menos delicado.
México va a sobrevivir, no nos quepa la menor duda. Pero si vamos a avanzar en la puesta en marcha de soluciones de fondo, tenemos mucho que recomponer. Y ese es un trabajo que no empieza allá a lo lejos, al final del espacio, sino ante el espejo. Si la Tierra, como decía Carl Sagan, no es otra cosa que un pálido punto azul en el universo, entonces cada uno de nosotros no es más que un pálido punto café, rosa o amarillo en este planeta. Por supuesto que tenemos grandeza, tenemos metas propias, aspiraciones individuales, tenemos capacidad de comunicar, de crear, de amar; lo que no tenemos es forma de mirar, mucho menos proponer, la verdad absoluta desde el muy humilde sitio que ocupamos. Por consiguiente, como en tiempos de los sismos, necesitamos a nuestros semejantes para podernos dar la mano y necesitamos ayudarnos a formar cadenas de trabajo. Y si somos capaces de asumir la complejidad de nuestras realidades, entonces veremos que necesitamos nutrirnos de esas otras perspectivas alternativas y opuestas a las nuestras porque, sepámoslo o no, ellas también nos constituyen. Si optamos por evadirlo, nos vamos a seguir hundiendo. El entenderlo, en cambio, tiene todo el potencial de sanarnos.
Analista internacional.
Twitter: @maurimm