Pyongyang probó esta semana su misil con mayores capacidades hasta el momento. Entre otros elementos que exhiben el progreso norcoreano, se estima que este misil podría golpear sitios tan alejados como Washington o Nueva York. Sin embargo, ya desde julio Corea del Norte había lanzado misiles intercontinentales balísticos con la potencia para atacar ciudades tan importantes como Los Ángeles o San Francisco. Es decir, el último lanzamiento no supone un cambio rotundo a una amenaza que ya existía (un ataque nuclear a cualquier ciudad estadounidense sería, a todas luces, inaceptable para Washington). Lo que sí significa es que Corea del Norte se mantiene efectuando adelantos considerables en ambos, su programa nuclear y su programa de misiles y que, por tanto, las medidas que se han implementado por parte de, al menos, los últimos tres presidentes estadounidenses, han sido ineficaces para detener ese progreso. De hecho, ha sido durante la administración Trump cuando Pyongyang ha estado mostrando sus mayores avances, así como su disposición a exhibirlos. De manera tal que, es probable que de mantenerse las estrategias actuales el resultado sea el mismo que hasta hoy hemos visto. ¿Qué opciones restan, entonces, para desactivar la espiral? Lamentablemente no hay demasiadas.
Primero, recordemos que Corea del Norte trabaja en dos direcciones. De un lado, su proyecto nuclear; del otro, su programa de misiles. Pyongyang ya ha detonado artefactos nucleares de hasta unos 100 kilotones, lo que representa un avance enorme desde su primer ensayo en 2006. Asimismo, como hemos visto, Kim cuenta ya con misiles intercontinentales balísticos de probada efectividad. Luego, está el tener la capacidad de miniaturizar la bomba atómica para poderla montar en esos misiles. De acuerdo con las agencias de seguridad estadounidenses, ese paso ya ha sido alcanzado (y bastante antes del tiempo que se estimaba apenas al inicio de esta administración). Lo que faltaría, según se cree, sería asegurar la tecnología para transportar esas cabezas nucleares (más pesadas que las cabezas que llevan misiles como el del martes) y reingresarlas a la Tierra sin que se desintegren tras su viaje espacial para poder alcanzar eficazmente su objetivo. El estimado de algunos expertos es que este paso podría tomar a Pyongyang aún varios meses o incluso más. Sin embargo, al ritmo que vamos, no debería sorprender a nadie que, de nueva cuenta, esos pronósticos sean probados como inválidos antes de tiempo.
Segundo, es natural preguntarse qué es lo que Corea del Norte está buscando en el fondo: ¿Tener armas nucleares para atacar a alguien? ¿Usarlas como factor de fuerza para expandirse y conquistar la totalidad de la península coreana? ¿O simplemente contar con ellas para disuadir a sus enemigos y así, garantizar su supervivencia como país bajo el régimen actual, y lograr un reconocimiento internacional suficiente como para negociar bajo otros términos? Si usted revisa la vastísima literatura al respecto, encontrará toda clase de hipótesis al respecto de esos objetivos y de la racionalidad (o no) del régimen. Podríamos decir que la mayor parte de esos análisis considera que, hasta ahora, el comportamiento de Pyongyang ha sido relativamente racional y que su persecución de un proyecto nuclear tiene sentido desde el punto de vista de un régimen que busca evitar a toda costa el ser atacado y que pretende una mucho mejor posición a la hora de negociar. A pesar de ello, para Washington no es lo mismo analizar fríamente la racionalidad de un actor cuando éste no contaba con misiles tan potentes como los actuales, que analizarla cuando los riesgos han crecido geométricamente.
Tampoco es lo mismo el valorar la racionalidad con la que se han comportado otros enemigos o rivales que tienen armas nucleares desde hace décadas (como Rusia o China), que estimar la racionalidad de un actor que apenas está adquiriendo esas capacidades en un marco de amenazas mutuas.
La cuestión es que las estrategias que se han empleado para modificar el comportamiento norcoreano, –conversaciones, sanciones económicas, aislamiento diplomático, presionar a China, el principal aliado de Pyongyang o imponer represalias contra la misma Beijing, además del incremento de la militarización de la península (lo que incluye mayor presencia naval y ejercicios militares de EU y sus aliados)- claramente no están funcionando. Entonces, ¿qué alternativas restan?
Primero, está la opción militar. EU podría, en teoría, lanzar un ataque “preventivo” contra Pyongyang y demostrar resolución absoluta, probando que no teme un escalamiento del conflicto y que, de elevar la espiral, Kim podría estar cometiendo su propio suicidio. Pero la verdad es que esa es una opción que hasta ahora ha resultado poco creíble. La razón primaria es el nivel de daño que se ocasionaría, por lo pronto, en Corea del Sur, si efectivamente las acciones bélicas escalaran. Según los cálculos, decenas, si no es que cientos de miles de surcoreanos podrían morir solo en los primeros días. El propio secretario de defensa Mattis ha advertido que estaríamos ante un grado de destrucción que pocas personas han visto en sus vidas. Washington podría tratar de evitar que el conflicto escalara mediante una acción quirúrgica y limitada (como la que llevó a cabo en Siria hace unos meses), pero esa clase de ataque difícilmente conseguiría detener el proyecto nuclear norcoreano, además de que Pyongyang ha comunicado eficazmente el mensaje de que cualquier acto en su contra recibiría una respuesta masiva contra Seúl, aliada de EU.
Otra alternativa, por supuesto, es entender que el proceso actual no tiene reversa y diseñar estrategias de mediano y largo plazo para coexistir con una Corea del Norte nuclear. A pesar de que Washington insiste en que esta opción es inaceptable, la tendencia actual se encuentra encaminada precisamente hacia ese punto. A menos, por supuesto, de que Trump, actuando con base en una idea de “America First”, decidiera volcarse sobre la “solución” militar y asumir el costo humano en Seúl como un “daño colateral” lamentable, pero necesario para proteger la seguridad estadounidense. Aún así, para que esto último ocurriese, queda solo una ventana de tiempo limitada. En el momento en que Pyongyang termine de afinar sus capacidades de ataque nuclear a territorio estadounidense, esta alternativa podría quedar neutralizada.
La opción que resta es trabajar mucho más de cerca con China y con Rusia y aún esta alternativa tiene sus limitaciones pues nada garantiza que Moscú y Beijing asegurarían la colaboración de Kim. Pero para que esto fructifique se necesita un viraje en las posturas encontradas que hasta ahora las superpotencias mantienen. Para China y Rusia, Pyongyang actúa como actúa debido a que se siente bajo amenaza perpetua, y, por tanto, sería indispensable lograr transformar esa percepción. Desde la óptica de Moscú y Beijing, Trump está haciendo todo lo contrario; de ahí la velocidad con la que Pyongyang se siente forzada a mostrar adelantos en su capacidad nuclear. Para Washington las cosas son diferentes. Quien amenaza la paz y la seguridad internacional es el joven Kim, no al revés. La razón por la que Pyongyang actúa como actúa es porque en el pasado se le concedió demasiado margen de maniobra al régimen. Al percibir una falta de disposición a usar la fuerza, Kim se ha mantenido avanzando en su poder militar. Por consiguiente, las propuestas ruso-chinas consisten en un desescalamiento simultáneo: por un lado, comprometer a Pyongyang a congelar sus programas nuclear y de misiles mientras se activan las negociaciones, pero al mismo tiempo, frenar los ejercicios militares y despliegues por parte de Washington, Seúl y Tokio. Hasta hoy, la administración Trump se ha mostrado completamente reticente a aceptarlo. El punto es que a medida que se ha permitido que los meses transcurran sin que las cosas cambien, Pyongyang sigue progresando en ambos programas, lo que eventualmente terminará neutralizando la eficacia de esa propuesta, dejando solo las dos opciones arriba mencionadas: aceptar y coexistir con una Corea del Norte con capacidades para atacar nuclearmente a EU debiendo afrontar un nuevo equilibrio de terror, o bien, lanzarse a un conflicto armado de dimensiones imprevisibles.