Cuando en un país las clases medias y las clases trabajadoras salen a la calle a protestar un impuesto a la gasolina, cuando posteriormente el impuesto es revertido, y cuando a pesar de ello todas esas personas siguen protestando durante semanas, no deberíamos ya sorprendernos. ¿Hay tal vez algunas conexiones entre esas manifestaciones y los populismos y los nacionalismos, tanto de derecha como de izquierda, que estamos viendo emerger en muy distintas partes del globo? Estos son los momentos, me parece, en los que vale la pena mirar no solamente sitios y coyunturas específicas, sino el mapa completo.
Consideremos el caso referido, el de Francia. La protesta popular inicia por un impuesto “verde” a las gasolinas, pensado originalmente para desincentivar el uso de combustibles fósiles en tiempos en los que urge acción para atender el gravísimo problema del calentamiento global. Sin embargo, para aquellos trabajadores franceses quienes todos los días llevan a cabo largos viajes en automóvil, quienes están ya golpeados por una economía cada vez más hostil, quienes resienten el incremento de la brecha de desigualdad de la última década y quienes continuamente pasan aprietos para cubrir sus gastos mínimos, el calentamiento global no es un tema prioritario. Mucho más importante es cómo llegar al final de la quincena. Por tanto, para ellos, el impuesto “verde” a la gasolina no es otra cosa que un golpe adicional perpetrado por una clase política que les tiene absolutamente olvidados y abandonados. Macron, dicen, es el “presidente de los ricos”. Un mandatario que se pasea por el mundo ofreciendo soluciones a conflictos ajenos y lejanos, defendiendo en los foros internacionales su mirada global ante los “populistas”, los “nacionalistas” y “anti-europeístas”, y liderando la lucha ecológica, pero a quien no parece importar la clase trabajadora de su propio país. Para dichos trabajadores, la protesta callejera es la única forma de expresar esa frustración acumulada, mucho más allá de las medidas inmediatas que su gobierno, finalmente y bajo presión, decida corregir. Para simbolizar su descontento, visten los chalecos amarillos que los automovilistas franceses deben llevar en sus coches de manera obligatoria. Algunas de estas protestas han derivado en violencia, en saqueos y vandalismo. Pero lo interesante es que a pesar de que la gran mayoría de la población francesa condena esas expresiones de violencia, ocho de cada diez encuestados en las últimas semanas, favorecen las causas de fondo de los manifestantes.
El punto es que cuando miramos fenómenos sociales como este repetirse cada vez con mayor frecuencia en países muy distintos, fenómenos que se manifiestan a veces en la calle, pero otras veces en las urnas mediante el respaldo a liderazgos no tradicionales, a movimientos populistas de derecha o izquierda (o combinaciones entre ambas), es quizás hora de entender que, además de los muchos componentes locales y particulares a cada caso, algo está ocurriendo de manera sistémica. Estudiarlo a fondo, por supuesto, nos llevará mucho tiempo. Comparto, sin embargo, algunos elementos que se han estado abordando en distintos análisis, algunos ya mencionados en otros de mis textos, intentando conectar hilos desde tres vertientes distintas, pero íntimamente relacionadas.
Primero, la vertiente económica. No se necesita conocer demasiado para detectar que, a medida que la crisis del 2008 fue golpeando el empleo y el bienestar de las clases medias en países como España, Italia o Grecia, el sentimiento anti-europeísta fue aumentando y con ello, el respaldo a movimientos que proponen la salida de sus países de la Unión Europea. En el caso francés es notable el aumento de la desigualdad a partir justamente de ese año crítico, lo que implica que no todos los sectores sociales terminaron igual de perjudicados por la misma. Pero hay que ir más allá puesto que el tema no se limita a Europa. Desde la desocupación juvenil en el mundo árabe—que, junto con otros factores, en 2011 provoca una ola de manifestaciones y revueltas en 18 países de la región—hasta el desencanto de los trabajadores en estados como Ohio o Michigan, experimentamos una crisis honda y de largo plazo en el sistema capitalista global. Un sistema que ha sido incapaz de incluir a determinados sectores golpeados por la segmentación transnacional de los procesos productivos—que ocasiona que las fases de producción se trasladen de país a país, a conveniencia—o afectados por los avances tecnológicos que reducen la necesidad de mano de obra (Mead, 2016). Esto no explica la totalidad del aumento del respaldo hacia movimientos populistas, pero sí una parte, sobre todo si consideramos la capacidad de determinados líderes para canalizar el descontento que las circunstancias económicas generan y elaborar un discurso convincente de mensajes y “soluciones” simples para resolver ese abandono percibido por parte de ciertos estratos de la población.
Segundo, la vertiente del miedo y la seguridad. No es casual que, ante el aumento del terrorismo entre 2013 y 2016, de acuerdo con encuestas efectuadas en todos estos años, entre votantes republicanos en EU, o votantes de extremas derechas en Europa, había un número mucho más amplio de gente ansiosa por la posibilidad de ataques terroristas que entre otros electores. Pero esta ansiedad, también se va a vincular con una sensación de “ser invadidos” por olas de refugiados. Ahora bien, según el Índice Global de Terrorismo (2016-2018), uno de los motores fundamentales del crecimiento de esta clase de violencia en el mundo es la inestabilidad en sitios como Siria, Irak o Afganistán. Y justo esos tres países son los primeros expulsores de refugiados que han intentado llegar a Europa en los últimos años. Como podemos ver, cuestiones como el miedo y el sentimiento de inseguridad, tienen importantes componentes sistémicos. Si miramos hacia nuestros países en América Latina—pensemos en Honduras, México o Brasil—la violencia, el miedo y el sentimiento de vulnerabilidad, también permean nuestras sociedades, y tampoco debido únicamente a causas locales (considere temas como la oferta y demanda internacional de droga, el tráfico de personas o las redes transnacionales de lavado de dinero, solo por poner algunos ejemplos).
Así que, sumando piezas, otra parte del aumento del apoyo a movimientos nacionalistas o populistas, se relaciona no solo con la percepción de falta de seguridad individual o familiar, sino, una vez más, con discursos de mensajes sencillos, que proponen respuestas rápidas y poco complejas pero atractivas para atender ese miedo y esa sensación de fragilidad: “prohibir la entrada a todos los musulmanes”, “por nuestras fronteras se cuelan los criminales y los terroristas; hay que construir un muro para detenerlos”. Si además de ello conectamos estas nociones con el tema económico arriba señalado, tenemos entonces un discurso doblemente seductor: los extranjeros no solo vulneran nuestra seguridad, también se roban nuestros puestos de trabajo; por tanto, basta solo cerrarles el paso, y se resuelven ambos problemas de un solo golpe.
Tercero, la vertiente política, muy presente hoy en las manifestaciones en Francia: el desprestigio, la falta de credibilidad en las clases políticas tradicionales en todo tipo de países, ya sea por la percepción de que son corruptas, porque son distantes y despreocupadas, o simplemente porque son ineficaces para resolver los problemas de nuestra era. Hoy, solo se necesita convencer al electorado de que se es un candidato externo al sistema, libre de los vicios y los males que caracterizan a nuestros típicos gobernantes de todas las corrientes, para automáticamente generar bonos de credibilidad, los cuales, combinados con propuestas de transparencia, eficacia económica, social, legislativa y/o de seguridad, producen un importante potencial de éxito electoral.
Así que, más que etiquetar o categorizar, normalmente mirando con desdén a las cada vez más amplias capas de las poblaciones que han optado por expresar su descontento en la calle, o bien, optan por elegir opciones alternativas, a veces extremas, tanto de derecha como de izquierda, vale la pena intentar escuchar y reflexionar más a fondo acerca de la frustración social, el miedo, la desconfianza en nuestras instituciones y mecanismos tradicionales, acerca de la incapacidad de nuestros sistemas políticos y económicos para ofrecer respuestas ante ciudadanos, como los manifestantes en Francia, que hoy se sienten vulnerables y abandonados. Y quizás desde ahí, desde un mayor nivel de humildad, tratar de pensar, en soluciones más integrales y profundas.