Saipov, el autor del atentado en Manhattan, nunca levantó sospechas, dicen sus vecinos (NYT, 2017). Siempre se comportó de manera mesurada y amable en el barrio. Es verdad, a veces mostraba un carácter explosivo, pero, vamos, un rasgo así no es lo que hace a un terrorista. Le gustaba la ropa sofisticada. No era un extremista, afirma contundentemente la gente que lo conocía. Tampoco era un religioso ejemplar. Continuamente llegaba tarde a las plegarias de los viernes. Tenía conocimientos muy básicos del islam. Su mayor apego a la religión se percibe apenas en los meses previos al ataque. Es más, “nunca aprendió la religión correctamente”, indica un imam que fue entrevistado. Pero eso sí, tras haber embestido su vehículo contra decenas de personas en la ciclopista al borde del Hudson, Saipov gritaba tan fuerte como pudo “Alahu Akbar”, Dios es grande. Su inspiración en (si no es que vínculos virtuales con) ISIS ha sido confirmada por las autoridades a partir de una serie de evidencias han sido encontradas. No estamos, explica el experto francés, Olivier Roy, ante la radicalización del islam, sino ante la islamización del radicalismo. Tal vez. Saipov parece caer, al menos en parte, dentro de los perfiles que Roy describe. Sin embargo, esos estudios están basados, sobre todo, en sociedades occidentales, en donde se comete menos del 2% de ataques terroristas en el planeta. Tiene que haber algo más. Y en ese algo, se encuentran los hilos que conectan psicológicamente la vida de Saipov con el ISIS de Siria e Irak, pero que también conectan a ISIS con el ascenso de Trump y su ancla en el miedo colectivo. Vayamos por partes.
Roy (Jihad & Death, 2017) elabora su investigación a partir de bases de datos con información de miles de jihadistas que han cometido atentados, o bien, que participaron en planes para llevarlos a cabo. Las bases de datos también incluyen a miles de combatientes procedentes de decenas de países que terminaron en las filas de ISIS en Siria y en Irak. Roy detecta una gran cantidad de patrones presentes entre estos militantes; menciono algunos: (a) 60% de ellos son ciudadanos de países occidentales pertenecientes a una segunda generación (hijos) de migrantes; 25% son de tercera generación (nietos de migrantes); (b) 25% son ciudadanos occidentales conversos al islam; (c) la mayor parte de ellos son jóvenes que participan de la vida juvenil típica occidental (acuden a centros nocturnos, beben alcohol, cantan rap, participan en deportes y clubes juveniles, etc.) y no tienen mayor contacto con la religión sino hasta los últimos años o meses de su radicalización; (d) la mayoría experimenta una especie de “renacimiento”, momento en que modifican su conducta, se vuelven religiosos o comienzan a guardar las normas del islam, pero solo en la última fase de su radicalización. Por lo tanto, no es, en lo general, un fenómeno que “abunda” en las mezquitas; (e) 50% tienen antecedentes criminales por haber cometido delitos menores.
Con esos datos, Roy afirma que, estos jóvenes que no se sienten parte ni del país de sus padres ni de las sociedades receptoras, buscan un camino para rebelarse, un camino que otorgue sentido a sus vidas. Eso es lo que el jihadismo les ofrece. Lo anterior no significa que esos patrones se adaptan al 100% de los casos; simplemente son, de acuerdo con las bases de datos, tendencias claras. No obstante, como dijimos, la mayor parte de estos patrones se presentan en jihadistas ubicados en sociedades occidentales y no necesariamente describen a militantes de países donde cada año se cometen cientos de atentados más que en Occidente.
Lo que sí parece haber es una serie de factores que conectan lo uno con lo otro. Los focos de mayor inestabilidad en el mundo –podemos llamarlos los países menos pacíficos del planeta-, tales como Siria, Afganistán, Irak, Yemen, Libia o Somalia, terminan convirtiéndose en polos que atraen, a veces físicamente, pero otras veces, virtual, simbólica, política y/o psicológicamente, a determinadas personas ubicadas a miles de kilómetros de distancia. Es decir, ese joven que no se siente parte ni de su sociedad de origen, ni de la sociedad en la que vive, y que está buscando un sentido a su vida, va a ser cautivado por narrativas que son hijas del conflicto y la inestabilidad de sociedades muy distantes.
Entonces, es común apreciar en el discurso extremista, alusiones a las intervenciones y conquistas estadounidenses o las de otros países occidentales y sus maltratos a personas de otras culturas o religiones. Pero adicionalmente, hay toda una cadena de efectos materiales y no materiales que se detonan a partir de las propias circunstancias de violencia de esos territorios alejados de Occidente. Considere usted la ola de manifestaciones y protestas de la Primavera Árabe y su impacto en el inicio de guerras civiles en tres sitios concretos: Yemen, Libia y Siria. La guerra en Siria se va a entretejer con la inestabilidad que desde antes del 2011 ya existía en Irak. Sin la suma de esos factores, es imposible entender la emergencia de eso que hoy conocemos como ISIS, su expansión mediante el establecimiento de distintas filiales y células en 28 países, y el impacto en las gráficas de terrorismo que esa organización produjo desde 2014 en adelante. Es esta organización la que desarrolla toda una narrativa que por un lado conecta y atrae a esos jóvenes que describe Olivier Roy, y que, por el otro, activa directamente o inspira una ola de atentados, los cuales contribuyen a una sensación de miedo generalizado en poblaciones como la propia estadounidense.
Y cuando digo miedo generalizado, no estoy exagerando. De acuerdo con encuestas previas a las elecciones del 2016, un 79% de estadounidenses temía ser víctima de un ataque terrorista (ellos o sus familias) siendo que la posibilidad real de que un estadounidense muera a causa de ese tipo de violencia es una en 29 millones. El número de personas ansiosas por la posibilidad de ataques terroristas aumentaba a 96% entre quienes indicaban que votarían por Trump, en contraste con 67% de quienes decían que votarían por Clinton (Quinnipiac U., 2016).
Ese miedo no explica, por supuesto, la victoria de Trump en su totalidad, pero sí una parte, y se ha convertido en uno de los mayores insumos de su línea discursiva y política. Desde su óptica, las amenazas vienen de fuera y deben ser contenidas mediante políticas migratorias más restrictivas. Prohibir la entrada a musulmanes es uno de los ángulos de esta línea, una idea ampliamente aceptada en su base, por cierto. Pero la asociación de esos mismos temas con las otras amenazas, las que proceden del sur, así como la idea detrás de la construcción del muro, no son temas desvinculados; se nutren de las mismas fibras.
Visto así, entonces, la inestabilidad en países “lejanos” como Siria, Libia o Irak, no puede ser entendida como algo ajeno a lo que ocurre en París, Londres, o ahora mismo en Manhattan. Esa misma inestabilidad tampoco se encuentra desligada de asuntos que hoy nuestro propio país debe enfrentar como el tener que lidiar con Trump y sus miedos. Formamos parte del mismo sistema, aunque no siempre nos demos cuenta.