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Dice la sabiduría popular que para cambiar los resultados de algo que no funciona, es indispensable cambiar la forma de conseguirlo (una idea que se atribuye a Albert Einstein, para otorgarle un toque de autoridad). Detrás de esa frase, sin embargo, se esconden dos desafíos: el primero es saber a ciencia cierta cuáles son los resultados que se desean y el segundo es que las modificaciones no sean una reproducción de errores pasados ni vuelvan aún más complejos los problemas planteados. Se dice fácil, pero esos dos desafíos suelen ser los enemigos principales de las políticas públicas.
Sabíamos que el nuevo gobierno de la República vendría a cambiar mucho, entre otras razones, porque ese fue el mandato que recibió. Sabíamos que las mudanzas no serían fáciles porque los problemas que enfrenta el Estado mexicano son gigantescos y las resistencias, mayúsculas. Sabíamos que se tocarían muchos y muy profundos intereses creados y que las decisiones no serían tersas. Otra perla de la sabiduría popular nos advertía que a grandes males, grandes remedios.
Lo que no conocíamos era el método que elegiría el presidente. Sabíamos que es un hombre tesonero —perseverante, dice de sí mismo—, que no acepta críticas con facilidad, que no cambia sus opiniones con sencillez y que es proclive a descalificar a sus antagonistas antes que debatir sus ideas. Pero nunca lo habíamos visto investido con el poder del Estado y no sabíamos —algunos incluso, lo negábamos— que estaría dispuesto a utilizarlo para imponer sus puntos de vista a cualquier costo. Para seguir con el refranero, no sabíamos que el remedio podría ser peor que la enfermedad.
La secuencia de decisiones que no logran explicarse sino por esos rasgos de personalidad comienza a ser preocupante. Como si el cambio que le urge a México dependiera de la afirmación de su autoridad y no de la pertinencia de sus decisiones, el presidente ha pasado por alto una y otra vez las observaciones que le han hecho observadores expertos, instituciones públicas y otros poderes, sin moverse un ápice de sus posiciones originales, a pesar de que esas otras miradas habrían podido favorecer los propósitos del cambio que está persiguiendo. Primero muertos que doblegados.
El caso emblemático es la cancelación del Aeropuerto Internacional de Texcoco, pero a estas alturas está lejos de ser el único ni el más preocupante. El desdén más reciente al Senado de la República para el nombramiento de los nuevos integrantes de la Comisión Reguladora de Energía pertenece a la misma categoría, lo mismo que la obstinada cancelación de las estancias infantiles para entregar los recursos directamente a quienes deben cuidar niños y niñas o la reiteración del reparto de dinero a diestra y siniestra, como eje principal de una política social que no privilegia a los más pobres. Y apenas esta semana, el anuncio impertérrito de la designación de un militar en activo a la cabeza de la Guardia Nacional que, ya de suyo, debe añadirse a la lista entre un largo etcétera.
No tengo nada en contra de las decisiones que están destinadas a romper las barreras que impiden el cambio. No me encuentro entre los partidarios de la derrota de la transformación que simboliza el nuevo gobierno, pero sí entre quienes se oponen a que esa derrota la generen los errores del propio gobierno. No quiero volver al pasado de un solo partido, ni del presidente intocable, ni al certificado de honestidad por afinidad; no quiero que el dinero público no se destine a los más pobres, no quiero que ese dinero se use para formar clientelas políticas o que la paz se construya en función de la violencia ejercida; no quiero que ni la economía ni los vínculos internacionales de México dependan de los humores de un solo hombre. Pero hasta ahora, eso es exactamente lo que está sucediendo. Si me pegan, me desquito.
Investigador del CIDE