Esta noche es Nochebuena y mañana, Navidad. En la tradición cristiana, en estas horas se reparten regalos y se formulan buenos deseos. Así que me propongo honrar la fecha para pedir los míos al presidente y al gobierno federal. No les pido a los partidos porque no sabría a quién dirigirme, ni tampoco a los empresarios, porque no se trata de negocios, ni a mis colegas académicos, porque los deseos casi siempre contradicen la evidencia.

Le pido al gobierno que recupere la confianza en quienes se atreven a contradecirlo. No todos sus críticos tienen aviesas intenciones, ni son malas personas, ni actúan llevados por el odio. No todos merecen el maltrato ácido de quienes ostentan hoy el mando, pues quizás algunos tienen razones que merecen ser oídas. El poder no equivale a la verdad. De modo que no es indispensable que cada polémica y cada debate se convierta en una nueva afrenta, porque gobernar no es lo mismo que oponerse a quien decide. Y de persistir este caudal de desconfianza puede convertirse en soledad y paranoia.

Por ejemplo, no todos los burócratas son despreciables. Haber sido contratados en gobiernos anteriores no los descalifica como seres humanos ni justifica que sean echados a la calle sin ninguna explicación. Mucho menos cuando sus lugares de trabajo están siendo ocupados por personas cuyas credenciales profesionales no han sido acreditadas sino por la cercanía política. Tampoco es justo que haya tantas señales de desconfianza a quienes se van quedando, solamente porque llegaron antes. No hay razones objetivas para marcar a los servidores públicos de siempre como dianas, ni concentrar en ellos el recelo de los que van llegando.

Tampoco es necesario desconfiar tanto de la sociedad civil organizada. Es verdad que, bajo esa denominación, se han agrupado intereses de todo cuño y que sus integrantes no siempre persiguen causas legítimas sino ganar influencia. Pero no todos. Muy por el contrario, la gran mayoría de quienes le dedican una parte de su tiempo a la reivindicación y la defensa de derechos vulnerados, le hacen un gran servicio a la nación. No colaboran con partidos ni ganan elecciones porque no se proponen conquistar espacios de poder, sino contrapesar a quienes los detentan. De modo que no es sensato combatirlos siempre ni denostarlos invariablemente por su condición social de clase media.

Le pido al gobierno que confíe más en quienes se atreven a la disidencia. Que no confunda la lealtad a México con la obsecuencia al poderoso, ni las posibilidades de emprender grandes reformas con la disciplina ciega de los colaboradores, porque de seguir así, el presidente podría acabar entregando al Ejército y a la Marina la operación completa de las áreas clave del gobierno y no solo la seguridad pública —lo que ya de suyo es peligroso—, bajo el argumento de que ellos sí obedecen sin chistar. En la democracia no todo es obediencia ni búsqueda de la eficacia vertical, porque lo que importa no son las órdenes giradas, sino los procesos regulados para tomar las mejores decisiones en función de los problemas públicos y rendir cuenta de los resultados.

Le pido al presidente que confíe más en quienes no obedecen, ni se cuadran. Que comprenda que los grandes sueños no se realizan por decreto y desde arriba —en franca contradicción con su discurso—, sino como producto de la convicción, de la organización y el método. Que no convierta a la desconfianza en la regla principal de su mandato, ni a la obediencia militar en la forma de resolver todos los problemas. Que sepa que la dialéctica de la contradicción es, a la postre, mucho más potente que el verticalismo acrítico; que confíe en que muchos de quienes compartimos sus propósitos, disentimos sin embargo de los medios que está empleando; y que la Navidad nos favorezca para devolver confianza, con afecto y respeto.

Investigador del CIDE

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