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Tras la aprobación unánime de la Guardia Nacional, todos los grupos parlamentarios se entregaron a la alegría e incluso se disputaron la autoría de la obra legislativa. “Sí se pudo”, pusieron en cartelitos los legisladores de la oposición durante su conferencia de prensa; “¡La logramos!”, festejaron los de Morena, al pie de la tribuna de la cámara alta.
Tanta alegría aturde, porque la Guardia Nacional es, en el mejor de los casos, el resultado de un enorme fracaso. Es una de las expresiones más tristes de la decadencia del régimen democrático frente a los criminales. Es una prueba inequívoca de la incivilidad en la que vivimos. Es el reconocimiento explícito de que los cuerpos de policía que se diseñaron durante los gobiernos pasados fueron incapaces de cumplir su misión. Es la confesión de que se corrompieron e hicieron aún más grave el problema que debían atender. Es la renuncia explícita a abandonar el camino de la militarización que inició el gobierno de Calderón. Es la rendición vagamente condicionada de gobernadores y presidentes municipales ante un desafío que los rebasa completamente. Es la formalización de la entrega de esa misión a los militares.
La celebración de Morena —me explican sus partidarios— responde a su voluntad de respaldar inequívocamente las decisiones del titular del Ejecutivo. Celebran la obsecuencia eficaz del Legislativo. Olvidan quizás que el diagnóstico presentado para justificar la propuesta es, ya de suyo, ominoso; pasan por alto que el presidente López Obrador ha dicho cien veces que las fuerzas civiles con las que cuenta para enfrentar la inseguridad son escasas y poco confiables; que se trata de una solución necesaria y urgente, aunque refrende la ruta de la militarización que se inició en los sexenios del periodo neoliberal. Detrás de esa decisión hay razones terribles, pero el hecho es el mismo: el Estado mexicano ha formalizado la entrega de su seguridad a los soldados y a los marinos, al menos, por los próximos cinco años. El pueblo uniformado tendrá que aplacar al resto del pueblo, sin uniforme. Si mi padre, quien fue soldado, viviera, estaría llorando: el enemigo se nos metió a casa.
Del otro lado, los políticos de la oposición celebran una victoria pírrica: pudo ser peor, me dicen. Lo que quería el presidente, alegan, era eternizar la presencia de las fuerzas armadas en tareas de seguridad, entregarles el mando operativo de manera definitiva y desplazar de todas las decisiones a los gobiernos civiles. Aducen que, de no haber opuesto una firme resistencia legislativa, la iniciativa habría desembocado en el control absoluto y permanente de todas las decisiones relacionadas con el uso de la violencia de Estado en la cúpula militar del país, bajo el mando supremo y único del presidente de la República. Un desenlace de pesadilla, casi idéntico al de un golpe de Estado incruento. Ganaron en cambio el mando civil de la Guardia Nacional (que podría recaer en un militar con licencia, precisó, sin embargo, el titular del Ejecutivo) y cinco años de plazo para inventar una policía digna que, de prosperar, se parecerá a las fuerzas armadas como dos gotas de agua. Entretanto, soldados y marinos tendrán de todas maneras el control de la paz en todos los rincones de la República. Para bien o para mal, México se ha puesto en sus manos. Ojalá que sea para bien.
Que me perdonen si no me sumo a ese caudal de alegría. Lo que yo veo es el fracaso de todas las políticas de seguridad anteriores, veo una de las peores expresiones de la corrupción arraigada en la vida de la República, veo la derrota de los gobiernos locales y veo la profundización de la obligada militarización del país. No veo motivos de celebración sino, acaso, de resignación. Y en el mejor de los casos, el eufórico triunfo de la esperanza sobre la experiencia.
Investigador del CIDE