En la multicitada entrevista que tuvo con Carmen Aristegui, el presidente electo de México se comprometió a hacer una tercera consulta popular en la que se preguntará —dijeron— sobre el consejo asesor empresarial, sobre el perdón otorgado a los expresidentes por actos de corrupción y sobre la integración de la Guardia Nacional. Se dijo también que, antes, se promovería un amplio debate público; y en eso estamos.
En estas mismas páginas y en muchos otros lugares, he sostenido con insistencia que, en materia de combate a la corrupción, no sirve de nada pescar peces gordos —para usar la metáfora más frecuentada— mientras las aguas donde crecen sigan intactas. He publicado libros y artículos donde he intentado mostrar que la corrupción es un fenómeno sistémico que no debe confundirse con el solo castigo a quienes vulneran las leyes. He subrayado que es un error —y es un error grave— suponer que la corrupción es cosa de individuos aislados o una simple anomalía en un sistema que, de no tener personas corruptas, funcionaría bien.
Hasta donde me ha sido posible, he explicado que confundir el combate a la corrupción con la idea de perseguir y defenestrar políticos, desvía mañosamente la atención de la sociedad hacia la dinámica de la venganza en contra de quienes han abusado de los poderes públicos, en vez de llamarla a corregir colectivamente los muchos defectos de la administración pública. Una trampa que, además, abre la puerta para minar la soberanía y la calidad democrática de los países que se dejan llevar (¿o producen?) esa confusión. Hace apenas un par de semanas, me referí en este mismo espacio a los resultados de la versión más reciente del Latinobarómetro, en la que se prueba que atacar el fenómeno de la corrupción a partir de ese error, ha sido la causa principal de la caída en picada del aprecio regional por la democracia y la puerta de entrada a una nueva versión de gobiernos autoritarios, sin que el fenómeno de la corrupción haya sido abatido.
Los casos de Guatemala y Brasil han sido emblemáticos: en ambos, se ha confundido la corrupción con la impunidad, privilegiando deliberadamente a la segunda; en ambos, se ha defenestrado y castigado a los presidentes por actos de corrupción —muy dudosos, por cierto, en el juicio levantado contra Dilma Rousseff—; y en ambos han empeorado tanto la percepción sobre la profundidad de la corrupción como los indicadores disponibles sobre la calidad del Estado de derecho, según las mediciones más recientes de Transparencia Internacional y el World Justice Project, que se suman a las del Latinobarómetro.
Después de cobrar venganza sobre sus mandatarios, ni en Guatemala ni en Brasil han logrado abatir el fenómeno de la corrupción sino que, por el contrario, todos los datos nos dicen que ha empeorado. En cambio, Guatemala ha perdido soberanía y Brasil ha minado la calidad de su democracia, hasta el punto de pavimentar el triunfo electoral del político de extrema derecha Jair Messias Bolsonaro (quien, por cierto, anunció que nombraría Ministro de Justicia al magistrado que encabezó la investigación contra los ex presidentes de aquel país).
A la luz de la evidencia que tengo a la vista, lamento profundamente la secuencia de tropezones que nos han traído hasta aquí. Fue un error que el presidente electo ofreciera el perdón a quienes han cometido actos de corrupción, pues ni siquiera tiene facultades para otorgarlo. ¿Ahora se le preguntará al pueblo si debe aplicarse la ley a quienes la han vulnerado? Quienes han cometido faltas o delitos deben ser sancionados, sin duda. Pero el fenómeno de la corrupción responde a otras causas, que no pasan por colmar la sed popular de venganza, sino por modificar esas causas desde el origen. Combatir la corrupción no es lo mismo que meter gente a la cárcel. ¿Qué tiene que suceder para que se entienda?
Investigador del CIDE