La vuelta al presidencialismo está reconcentrada en Andrés Manuel López Obrador. No es la institución sino el personaje. No es que el líder social se haya investido con el ritual del poder, sino lo opuesto: el líder social ha llenado de contenidos inéditos a la figura presidencial hasta el punto de hacer imposible que cualquier otro individuo desempeñe el mismo papel o que cualquier otra institución pueda contrapesarlo. El escenario de la política mexicana está ocupado por una sola persona y un solo discurso. No hay nadie ni nada más.
Por su parte, el líder ha decidido escribir una nueva historia de México. Bajo su mando, se habrá acabado todo lo malo y habrá nacido todo lo bueno: borrón y cuenta nueva. Desde su mirador, no hay una sola institución que resista la crítica –excepto el Ejército y la Marina--, porque todas fueron cómplices por acción u omisión de los pésimos resultados que entregó el periodo neoliberal. No hay nada que rescatar del pasado inmediato, porque todo está corrompido. De modo que hay que volver a empezar. Todas las instituciones y todas las leyes están amenazadas de muerte moral.
No sucede lo mismo con las personas: en el equipo caben todos los individuos que estén dispuestos a comprometerse con la revolución moral convocada, aunque hayan sido parte del pasado ominoso. La consigna es saber perdonar, pero jamás olvidar. De modo que quien sea capaz de negarse a sí mismo para sumarse al proyecto del líder, podrá ocupar un lugar en la Cuarta Transformación. Pero en esa lógica no hay viceversa: nadie tiene derecho a esgrimir una trayectoria impecable ni esperar el reconocimiento del líder, mientras no acepte que todo lo que hizo lo hizo mal, maliciosa, ingenua o malignamente. Este es el imperativo categórico del gobierno de México: todo lo que hace es mejor porque es bueno; y todo lo que se hizo antes es malo, sin excepción.
Las evidencias que respaldan ese imperativo categórico son contundentes. En efecto, México es uno de los países más violentos, más desiguales y más corruptos del mundo. Es verdad que el modelo económico que se instauró al final del siglo pasado benefició solamente a los más ricos y empobreció a los más pobres. El peor ejemplo es que una sola persona –Carlos Slim, ese ícono de la audacia egocéntrica— sigue obteniendo tantos ingresos como la mitad de la población (según los datos de Oxfam). Es cierto que la estrategia para combatir la inseguridad no hizo sino incrementarla hasta el paroxismo. Y es innegable que a lo largo del siglo XXI la corrupción dejó de ser una anomalía tolerada y utilizada por el sistema político, para volverse el corazón del sistema. Nadie sensato podría negar esos hechos ni la razón que le asiste a López Obrador para combatirlos.
Sin embargo, Andrés Manuel es una sola persona. No es un régimen ni un sistema. Es un individuo con tres rasgos geniales que, una vez más, nadie podría negar sin tropiezos: su propia trayectoria de intransigencia y perseverancia como líder social; su lectura puntual de los agravios emocionales –subrayo esta palabra: emocionales-- cometidos en contra de los más pobres; y su capacidad de comunicación política con las masas. Gracias a esos tres rasgos, ha acumulado más legitimidad política que nadie en la historia reciente de México. Pero aún así, es una sola persona. Y un régimen político que quiere cambiarlo todo no puede sostenerse a lo largo del tiempo con un solo individuo.
López Obrador no puede clonarse ni su sola voluntad puede volverse administración pública cotidiana y profesional. ¿Hasta cuándo podrá resistir el país esta dinámica personalísima? ¿Cuándo, cómo y con quiénes comenzará ese proyecto a convertirse en cosa de Estado y no sólo en liderazgo individual, aparato político y consigna masiva? Nadie lo sabe y, quizás, AMLO tampoco.
Investigador del CIDE