Mauricio Merino

Perdón, pero la culpa es nuestra

01/04/2019 |02:54
Redacción El Universal
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Sería deseable que todos los programas presupuestarios del gobierno federal se justificaran, invariablemente, por su contribución a la igualdad social. “Por el bien de todos, primero los pobres” es un lema que puede convertirse en guía inequívoca para la programación de cualquier gasto. ¿Cómo contribuye este programa a la igualdad? Es una pregunta que puede anteceder a otra: ¿Cómo podrá medirse esa contribución? Si los proyectos presentados por la administración pública no logran responder a la primera o no consiguen satisfacer con criterios técnicos verificables la segunda, los gastos tendrían que desecharse (o justificarse, acaso, por razones estrictamente excepcionales).

Lo que hemos visto durante décadas es exactamente lo contrario: los programas presupuestarios han discriminado de manera sistemática a los grupos vulnerables, aun a pesar del marco normativo que los rige y, hasta ahora, no es evidente en absoluto que esa tendencia haya cambiado. Por el contrario, repartir dinero de manera individual a grupos selectos de la población, al margen de los derechos de las minorías y de la situación singular de los más pobres, no contribuye a disminuir los sesgos de la desigualdad. Se podrá alegar lo que se quiera, que el reparto indiscriminado de dinero entre pobres y no pobres es un error indiscutible de cualquier política distributiva.

Las descalificaciones no cambian un ápice los hechos duros: si se reparte parejo según algunos rasgos distintivos de la población sin considerar las condiciones específicas de la pobreza —adultos mayores, discapacitados, estudiantes, madres de familia, desocupados o agricultores, entre otros—, la desigualdad social se acentuará. De aplicarse la recomendación sugerida al principio de estas notas, ninguno de esos programas pasaría la prueba.

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Ahora que (gracias a la puntada presidencial del perdón por la Conquista) los pueblos originarios y la población indígena se han vuelto a poner en el centro del debate público, valdría la pena revisar los criterios elegidos por el gobierno federal para el reparto de dineros. En un libro publicado en el año 2015 (Desiguales, invisibles y excluidos, CIDE/Conapred) demostramos, por ejemplo, que los indígenas habían venido siendo el grupo vulnerable más excluido de los presupuestos públicos, a pesar de ser también la población más pobre del país.

Los números técnicamente indiscutibles cortaban la respiración: entre 2010 y 2013, más del 97 por ciento de las 11 millones 132 mil personas que se reconocían indígenas, habían sido excluidas del diseño de los programas supuestamente destinados a ellas y más del 83 por ciento de la población “objetivo”, tampoco había recibido prácticamente nada. En contraste, 72 por ciento de las personas que hablaban una lengua originaria vivía también en algún grado de pobreza y 31 por ciento, en pobreza extrema. Si a esa variable se le añadía la vulnerabilidad, resultaba que 95 de cada 100 personas indígenas sobrevivía en condiciones mucho peores que el resto de la sociedad. Pero el dinero iba (y sigue yendo) a otras personas.

Si de veras se quiere resarcir el agravio de 500 años, en vez de exigirle perdón al Rey de España hay que honrar el lema del sexenio en curso. Los más pobres de los pobres son, en efecto, los indígenas. Si se trata de pedir perdón, tendríamos que modificar de tajo las conductas que siguen haciéndoles daño ante nuestros ojos y no sólo dolernos de las muy remotas. Los pueblos originarios siguen siendo sometidos a nuestros despropósitos, sin que haya cambiado nada hasta el momento. Sería muy honroso que todos los dineros públicos de México (todos sin excepción alguna) se justifiquen en función de su contribución a la igualdad. Y sin duda, hay que empezar por los indígenas.

Investigador del CIDE