El mérito no debería venir del nombramiento, sino de las cualidades de cada individuo. En una sociedad igualitaria, el mérito es un principio republicano y es la única excepción aceptable para distinguir a unos de otros, siempre que esa preferencia no esté sellada de antemano por razones ajenas al esfuerzo. La primera seña de identidad de una sociedad capaz de poner por delante a las personas —y no a la riqueza o a los privilegios— es el lugar que ocupa el mérito entre los valores nacionales.
México no está organizado sobre ese principio fundamental. Lo sabemos y vivimos sobradamente: la mexicana es una sociedad de castas, que refrenda esa condición a través de la captura de las mejores posiciones para quienes forman parte de ellas. El estrato en el que se nace es casi siempre en el que se muere, con independencia de los méritos de quienes buscan ascender o de los deméritos de quienes ven la primera luz rodeados de los privilegios que nunca se ganaron.
Pertenecer a las castas superiores no sólo es un golpe de fortuna sino una forma de organización económica y social, que se expresa también en las prácticas de la gestión pública. Aquí el mérito no consiste en la construcción de capacidades y de aportaciones a la sociedad en su conjunto, cuanto en la búsqueda de pertenencia a la órbita de los grupos que dominan el espacio público y que, a su vez, se identifican por su casta. Mucho más que la competencia acreditada, las puertas de entrada a las esferas dominantes son la identidad de clase o la subordinación y la obediencia.
Así funciona la administración pública. Para llegar y ascender por la escalera de la jerarquía lo más importante es acceder a esos grupos dirigentes, ganar su simpatía, entregarles la lealtad y ponerse a su servicio. Por supuesto que también importa acreditar algunas credenciales para ir subiendo por los escalones reservados, sin embargo, para el núcleo de la casta. Y sólo excepcionalmente, alguien sin preparación alguna y sin pertenencia original a la casta dominante podrá acceder a los puestos superiores, aunque tenga reservado su lugar abajo mientras mantenga la disciplina y el afecto.
Esa lógica se consolida con el reconocimiento que se otorga a quienes, a pesar de todo, se reparten los puestos superiores. Como en la antigua nobleza medieval, la acumulación de cargos produce mayor respeto porque demuestra, a un tiempo, la pertenencia a la clase dominante y la dotación de una amplia cuota de poder e influencia. Por mi parte, cuando escucho la lista de los cargos que alguien ha ocupado, me pregunto: ¿Y qué habrá hecho este individuo en ellos? ¿Qué aportaciones le ha entregado a México esta persona que, a todas luces, pertenece a la casta que ha bloqueado el mérito como el único principio válido para ascender en un régimen democrático y republicano?
Que no haya un servicio civil de carrera ya consolidado no es un defecto de gestión, sino una prueba de la naturaleza del sistema. Cuando está en lista el nombramiento para un cargo, los méritos importan menos que el origen o la identidad. Lo que define el acceso es, acaso, la disputa entre los integrantes de la casta superior para arrebatarse posiciones y ganar nuevos espacios, porque los puestos no son vistos como compromisos sociales para honrar responsabilidades y ofrecer resultados inequívocos, sino como prendas de uso personal. Los servicios de carrera no funcionan, porque casi nadie sabe qué pedirle a cada cargo, excepto lealtad y disciplina y, en el mejor de los casos, imparcialidad.
Tomará mucho tiempo modificar esta realidad casi generalizada, que corrompe a la República desde sus entrañas. Pero el primer paso es la conciencia. Que me perdone el clásico, pero en México no hay una mafia del poder; la cosa es peor y mucho más profunda: México es un país de castas.
Investigador del CIDE