No ha hecho otra cosa que dedicarse a promover la lectura. Desde que comenzó su carrera en el Fondo de Cultura Económica hace más de treinta años, Daniel Goldin decidió que esa sería su vida: enseñar a leer en los libros y fuera de ellos. Fue quien concibió, impulsó y dirigió la colección de libros para niños en la editorial del Estado, que a la postre habría de convertirse en la más importante de México y, probablemente, del mundo que habla español.
Salió de allí con el cambio de siglo y de siglas, porque disintió de la orientación comercial que imprimió la nueva dirección general a esa editorial, pues estaba convencido del papel que debe jugar el Estado en la conducción de una conversación libre, informada y plural entre quienes se leen y se entienden, a conciencia, como una comunidad que debe ser solidaria con quienes más lo necesitan y no sólo con quienes más pagan. En este sentido, Goldin se anticipó con muchos años a la narrativa que hoy enarbola el nuevo gobierno y se dispuso a diseñar una política de promoción de lectura que pensara, a un tiempo, en los más pobres, en sus condiciones de vida y en el largo plazo.
Hace seis años, Goldin encontró por fin el lugar ideal para emprender ese proyecto, gracias a la invitación que le hizo Rafael Tovar y de Teresa para dirigir la Biblioteca Vasconcelos. Lo invitó por sus méritos, porque ya era muy respetado dentro y fuera de México y por su obstinación y su compromiso con la lectura. Y desde allí comenzó a tejer un modelo inspirado en la construcción de lectores —no de lecturas ni de propaganda ni de mercados ficticios— desde la identidad de cada persona, que no sólo aspiraba sino que de hecho se fue convirtiendo día a día en el más coherente y más relevante del pais.
El problema que hoy enfrenta Daniel Goldin es que no milita en ningún partido político, no aspira al poder, no es rico y no ha pertenecido jamás a ningún grupo de presión. Estaba de acuerdo con la austeridad republicana propuesta por el nuevo gobierno y confiaba en que se revisaría la instrucción de despedir abruptamente a los trabajadores más humildes que cobraban por honorarios, a sabiendas de que enfrentaban una doble injusticia. Coincidía plenamente con la orientación social y comunitaria, construida desde abajo, que ha propuesto el presidente de la República y se propuso respaldar ese proyecto con las herramientas vitales de la Vasconcelos. Pero aun así, los nuevos funcionarios que dirigen los espacios culturales de México decidieron echarlo. Con la doble autoridad que parece otorgarle el poder y su nombre de pila, un señor que se llama Marx Arriaga lo sometió hasta provocar su salida de la Biblioteca que estaba cambiando la forma de vida de decenas de miles de seres humanos.
El defecto que justifica la humillación de uno de los mexicanos más brillantes, más comprometidos con la verdadera igualdad y que mejores aportaciones ha hecho al fomento de la lectura, es que no pertenece al grupo de Marx. Ninguno de sus méritos reconocidos en México y en el resto del mundo vale más que ese solo hecho: no está cerca del poderoso. Aunque comparta el discurso igualitario de AMLO, aunque le guste y defienda la orientación social del gobierno, aunque lo haya dicho y escrito por décadas, su defecto sigue siendo insalvable: no está en el círculo de poder que rodea al presidente.
A diferencia de Daniel Goldin, quien ha insistido en que “en una sociedad lectora se respeta y propicia la autonomía, la diversidad y la pluralidad, que por cierto no quiere decir la proliferación de voces diferentes, sino que haya diálogos fructíferos entre ellas”, los nuevos dueños del botín político del país —con menores salarios pero con más poder— han preferido repetir la vieja fórmula de los aparatos políticos para afirmar su dominación: dentro del grupo, todo; fuera del grupo, nadie.
Investigador del CIDE