Eso que llamamos transición a la democracia fue, en su momento, una mudanza del singular al plural; luego, alternancia; y finalmente, un intento inacabado por construir pesos y contrapesos. Aunque siempre hubo elecciones y siempre hubo quien desafiara al ogro filantrópico —una idea de Octavio Paz que vuelve a cobrar vigencia— durante décadas prevaleció el singular: el presidente, el partido, el gobierno, el pueblo, el proyecto de nación… En ninguna de esas expresiones cabía el plural y cuando brotaba, obstinado y eterno, el aparato encontraba cómo acogerlo o cómo someterlo.
En rigor, estamos viviendo la segunda alternancia (o la tercera, si se insiste en que el regreso del PRI en el 2012 fue una verdadera alternancia). De subsistir la pluralidad y de consolidarse el sistema de pesos y contrapesos que fue tejiéndose durante el siglo XXI, estaríamos viviendo este momento con menos grandilocuencia y mayor madurez. El viejo proyecto de construcción democrática seguiría vivo y el país tendría un horizonte distinto. Pero ni la pluralidad ni los contrapesos pudieron consolidarse, de modo que hemos regresado a la aplastante gramática singular. Lo que ha llegado no es un nuevo gobierno sino el único gobierno posible; no es un partido, sino el nuevo partido hegemónico; no es un proyecto de seis años, sino la cuarta transformación de la historia.
Nadie debe culpar de esta desviación al futuro presidente de México. Lo cierto es que el régimen de partidos que emergió de la transición fue, a la vez, el enemigo más feroz de la democracia. La pluralidad se volvió reparto de puestos y presupuestos; los contrapesos institucionales no lograron consolidarse porque los partidos los capturaron, y los resultados fueron cada vez peores: desigualdad, corrupción y violencia.
Los tres principales partidos que hicieron posible la transición —PRI, PAN, PRD— la traicionaron con su conducta, luego se traicionaron a sí mismos y concluyeron dramáticamente su periodo de vida. Animados por el liderazgo creciente del líder, Morena se convirtió entonces en un feliz punto de encuentro: dirigentes políticos del PRI, del PAN y del PRD corrieron a refugiarse y a convivir en las nuevas siglas, mientras los militantes que vieron hundirse sus barcos treparon —y siguen trepando— a esa embarcación capaz de albergar a cualquiera. Tal como sucedió alguna vez en el viejo PRI, en Morena la pluralidad se debate por dentro, al amparo de la misma retórica compartida.
Por fuera, el único partido que logró sobrevivir al tsunami, Movimiento Ciudadano, todavía tiene que sobrevivirse a sí mismo: afirmar su identidad como partido de izquierda socialdemócrata, lavar las heridas que le dejó su doble alianza con un muerto y un zombi y saltar del liderazgo prácticamente único de su fundador, al diseño de una organización que se sostenga a sí misma. El resto de los partidos tendría que volver a nacer y varios de ellos, por el bien de todos, simplemente desaparecer para siempre.
Para volver a la ruta de la pluralidad democrática, además, habría que revisar la conformación y los resultados que han venido ofreciendo las instituciones creadas para contrapesar el poder del presidente de la República y salvarlas de la captura en la que cayeron. Sus autonomías no están en riesgo por el veredicto del 1 de julio, sino por sus propias renuncias. No fueron capaces de sobreponerse al régimen de partidos y hoy están amenazadas por la muerte de sus benefactores.
La nueva alternancia, en suma, suspendió la pluralidad y los contrapesos. En consecuencia, el proyecto de consolidación democrática ha entrado en impasse. Lo que viene es la vuelta del singular y de la licuadora hegemónica capaz de mezclar todos los ingredientes, vengan de donde vengan, para tratar de salir del atolladero en el que nos metió el periclitado régimen de partidos y volver a inventar el futuro.
Investigador del CIDE