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Tengo cincelada en la memoria la frase que nunca dijo André Malraux: “el Siglo XXI será espiritual o no será”. Una predicción que sigue causando escalofríos y que ha sido corregida o combatida diez mil veces, acrecentando la fuerza de la invocación. Otro filósofo francés, André Comte-Sponville, corrigió la frase cuando el siglo había llegado, añadiendo otra palabra: “será espiritual y laico, o no será”. Los mexicanos habíamos optado por la segunda desde hace mucho tiempo, pero se nos está olvidando.
En 2012, la Constitución Política fue reformada para añadir esa palabra al Artículo 40: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica, federal…”, condición que también está plasmada en el Artículo Tercero, Fracción Primera: “Garantizada por el Artículo 24 la libertad de creencias, la educación será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”, mientras que la definición de lo que eso significa está, en efecto, en ese texto constitucional: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado. (Pero) nadie podrá utilizar los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos, de proselitismo o de propaganda política”.
El homenaje que varios políticos mexicanos rindieron al líder de la iglesia “La Luz del Mundo” en el Palacio de las Bellas Artes y los reconocimientos que le entregaron luego a Naasón Joaquín García con el sello de la Cámara de Diputados, quebrantaron esos principios constitucionales. Si los legisladores hubiesen asistido a los templos donde predica el “Apóstol de Jesucristo” en su calidad de feligreses, no habría reproche alguno (o no, al menos, desde el agravio que cometieron en contra de la laicidad). Pero de ninguna manera debieron participar ni firmar como representantes populares, porque (como dice inequívocamente la Constitución) “nadie podrá utilizar los actos públicos de expresión de (la libertad religiosa) con fines políticos”. Y solamente siendo idiotas se nos pasaría por alto que quien recibe el trato de senador o diputado, firma como tal y añade el sello del Poder Legislativo, no está actuando con fines políticos.
Pero no es el permiso tramposamente conseguido para usar ese recinto o los retruécanos retóricos que han esgrimido los políticos involucrados en ese penosísimo episodio lo que debiera preocuparnos más, sino la descarada evidencia del uso político que se ha venido dando a esa religión fundada, en su momento, para combatir a los cristeros que se habían alzado en armas contra el régimen. Los políticos que cruzan esa línea no sólo juegan con fuego sino que lo atizan, pues todas las religiones son, por definición, excluyentes entre sí. Nadie es al mismo tiempo judío, musulmán, católico, evangelista y seguidor del Apóstol de Jalisco y ningún político es tantito laico; en esta materia no hay gradientes: se es, o no se es. Y no es necesario rastrear mucho para saber que la confluencia entre el poder político y el fanatismo religioso ha sido la causa de los mayores conflictos de la historia mundial, incluyendo todo el Siglo XIX y buena parte del Siglo XX mexicanos. No hay una sola de las transformaciones previas, que no haya pasado por el conflicto religioso.
Que cada quien crea en lo que quiera, pero que el Estado y sus representantes se mantengan laicos es una condición de sobrevivencia para un país tan lastimado y dividido como el nuestro. Por eso es imperativo que el Congreso mexicano actúe con dignidad republicana y refrende de inmediato la importancia de la laicidad en todas y cada una de sus decisiones y de sus conductas. En esta materia no cabe el cálculo político: el Siglo XXI mexicano será laico, o no será.
Investigador del CIDE