Es urgente modificar la ecuación en la que se sostiene el sistema político mexicano de nuestra época, porque sus premisas son falsas. Se creyó que la pluralidad política abriría la puerta al poder del pueblo y que la multiplicación de los órganos autónomos del Estado mitigaría los excesos de los poderosos. Pluralidad partidaria + dispersión del poder = democracia. La mayor parte de las reformas que han tenido lugar en los últimos cuarenta años ha estado orientada por esa ecuación. Pero el resultado ha sido distinto.
Ni el pueblo se ha vuelto más poderoso, ni se han evitado los abusos, ni tenemos una democracia consolidada. Ya estuvo bien de engañarnos. La verdad es que el nuevo sistema político no sólo ha sido incapaz de resolver los grandes problemas de México, sino que los ha acentuado: hoy somos más desiguales, más violentos y más corruptos. Si las campañas electorales sirvieran para algo más que reunir votos, partidos y candidatos, tendrían que ocuparse de revisar las trampas de esa ecuación, reconociendo, de entrada, los graves errores que han cometido.
La premisa de la pluralidad partidaria era el voto universal, libre, secreto y directo. El voto animado por la conciencia razonada de cada individuo tras la deliberación y el contraste entre propuestas diversas. Personas libres e informadas, dueñas de sí mismas, que habrían de decidir a quién le entregarían la representación temporal de las decisiones políticas. Hubo un momento en que pareció que esa premisa era cierta, pero duró tanto como un suspiro. Financiados con un caudal de dinero público, los partidos se convirtieron muy pronto en burocracias corporativas, ya dirigidas por un grupo o por un solo hombre.
Nadie sensato podría negar que hubo una transición del singular al plural ni desconocer los despropósitos cometidos mientras perduró el régimen anterior. Pero nadie en su sano juicio podría ignorar, tampoco, que la pluralidad partidaria que construimos se corrompió casi tan pronto como nació y que no han sido las ideas, las razones y los programas los que han determinado el sentido del voto, sino la operación de los aparatos políticos aceitados tanto con millonadas como mediante el uso discrecional de puestos y presupuestos. En este sentido, ningún gobierno del periodo de transición puede tirar la primera piedra. Ninguno.
La dispersión del poder, por su parte, partió de la premisa del contrapeso institucional a la presidencia de la República, para cuidar los temas más delicados del país. Había que acotar al titular del ejecutivo. Pero no para entregar esos medios a un puñado de intermediarios políticos, sino a las personas mejor calificadas para atender esas áreas. Y eso tampoco ocurrió: nadie quiso comprometerse con el principio del mérito y los dueños del poder no sólo optaron por repartirse los puestos a granel, sino que también avanzaron sobre el control corporativo de los órganos autónomos. Lejos de garantizar la consolidación democrática, la dispersión acabó minando al Estado. Nos quedamos, así, con instituciones capturadas por aparatos corruptos y gobiernos impotentes para resolver los problemas de México.
En estos años hemos aprendido lo suficiente para saber que esa ecuación fue un fracaso y que las premisas deben cambiar. Pero la tarea será mucho más ardua, pues el problema más relevante de nuestros días consiste en quebrar la captura de votos e instituciones, con el propósito de dignificar los puestos públicos secuestrados, dedicar el dinero del pueblo a los desafíos que enfrentamos como nación e inyectarle honestidad y eficacia al Estado.
Es imperativo reconocer que la transición democrática no entregó los resultados deseados, ni los entregará mientras esas premisas se mantengan intactas. Para volver a empezar, hay que someter a los aparatos políticos.
Investigador del CIDE