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La administración pública debe otorgar estabilidad a los cursos de acción del Estado a través de sus leyes e instituciones. El entramado de oficinas, cargos públicos, programas y reglas de operación que la integran no está diseñado con la lógica de un partido en el que los militantes comparten una lealtad y se organizan en torno de un programa político, ni tampoco conforme a la mecánica de una empresa privada, en la que los dueños imponen las metas y las estrategias que han de obedecer los empleados. No es partido ni empresa.
Uno de los mayores errores cometidos por la versión mexicana del neoliberalismo fue creer que las oficinas públicas podían funcionar como empresas privadas, que sus directivos no eran funcionarios sino gerentes, que los ciudadanos eran los clientes y que los empleados no respondían a las reglas generales sino a su propia creatividad. Como si darle viabilidad administrativa al cumplimiento de las leyes y garantizar los derechos equivaliera a vender Coca Colas o administrar Walmart, al comenzar el siglo XXI se fueron imponiendo el lenguaje y las prácticas de la iniciativa privada, con una visión que corrompió y dio al traste con la eficacia de los gobiernos.
La consecuencia más grave de esa falta de comprensión sobre los propósitos y los rasgos propios de la administración pública fue la captura de puestos y presupuestos, sometida a la contratación de personas formadas para gestionar empresas privadas que actuaron, con demasiada frecuencia, como si fueran los dueños de las oficinas que encabezaban y que acabaron confundiendo sus roles con los del mercado. En aras de la innovación, de la gestión de sistemas tecnológicos y de la ampliación de las oportunidades de inversión y negocio, se olvidó que la tarea fundamental de la administración pública es ofrecer la seguridad de que las leyes que rigen la operación del Estado y determinan sus cursos de acción serán cumplidas a cabalidad, en igualdad de condiciones para los ciudadanos que son titulares de los derechos y con la más estricta eficiencia y honestidad en el uso de los recursos.
Hoy estamos viviendo un giro a esa orientación que, sin embargo, corre el riesgo de producir otro error: la idea según la cual las oficinas públicas y sus integrantes han de actuar como si fueran la extensión de un partido para contrapesar el pasado. El péndulo se está moviendo de prisa de un extremo hacia el otro: el ideal democrático de la contratación igualitaria y profesional de servidores públicos por sus méritos y por sus aportaciones probadas está siendo sustituido, otra vez, por el privilegio de la cercanía personal, la afinidad ideológica y la militancia política.
En nombre del combate al pasado corrupto y a los principios neoliberales, poco a poco se va diluyendo la posibilidad de construir un verdadero sistema profesional de carrera para el país, en el que cada funcionario lo sea por haber acreditado los conocimientos, las habilidades y la ética indispensables para ocupar cargos públicos. Lo fundamental no es saber sino pertenecer y las mejores credenciales no están siendo las del Estado social y democrático de derecho, sino las militantes. La administración pública, que ayer se confundió con la empresa, hoy empieza a traducirse en la extensión de un partido con controles políticos rígidos: en un aparato para distribuir y controlar lealtades políticas.
Si esta tendencia se consolidara a lo largo de los próximos meses, el nuevo gobierno de México se habrá disparado en los pies. Tendrá muchas más redes de lealtad y de apoyo, pero no podrá darle viabilidad de largo aliento a las soluciones que está proponiendo y el Estado mexicano, en su conjunto, seguirá debilitándose a sí mismo. Para arraigar la transformación que se quiere y se necesita, hay que construir una administración pública acreditada y profesional, no la extensión de un partido.
Investigador del CIDE