No hay duda sobre la enorme importancia que tiene la designación de los candidatos a la Presidencia de la República. Conocer la lista definitiva de quienes podrían ocupar el Poder Ejecutivo en el siguiente sexenio es, a todas luces, interesante. Pero de ahí a convertirlo en el asunto fundamental de la agenda pública nacional hay un abismo que responde, en parte, a la patología presidencialista en la que vivimos y, en parte, a las estrategias de nuestra clase política.
Ahora mismo hay temas de la mayor gravedad para la vida de México, que se están dirimiendo como si fueran de menor importancia que las trayectorias, los antecedentes o las familias de los candidatos. Algunas de las decisiones que se están tomando y se tomarán en los siguientes días, podrían marcar el destino del país. Ahora mismo se está dirimiendo la versión final de la Ley de Seguridad Interior, que no sólo determinará la forma en que habrá de enfrentarse al crimen (organizado y callejero) en los próximos años, sino la protección de los derechos humanos en su conjunto.
Y antes de que concluya este año, por otra parte, la Cámara de Diputados deberá designar al nuevo auditor superior de la Federación, que será nombrado por un periodo de ocho años y cuya actuación puede influir de manera decisiva en el curso que tomarán los sistemas de fiscalización, de transparencia y de combate a la corrupción. Y, mientras eso sucede, los senadores siguen deliberando sobre el futuro de la institución que tendrá el monopolio de la acción penal a partir del 2018 —la Fiscalía General de la República—, que no sólo está descabezada sino con vacantes en las dos fiscalías más influyentes para la contienda electoral venidera. Y, de paso, los legisladores todavía no se ponen de acuerdo en la designación de los magistrados que resolverán, con plena autonomía, el destino de las denuncias administrativas por corrupción.
Sea quien sea el próximo Presidente de la República, dos de los asuntos de mayor importancia para la agenda pública del país —la inseguridad y la corrupción— estarán tomando cursos de acción que rebasarán con creces los límites de este sexenio y que, en este momento, tendrían que estar en el centro de los debates públicos. Lo que sucederá en esos ámbitos hacia las navidades de 2017 acabará marcando, insisto, la agenda pública de la próxima década. Pero nuestras patologías sexenales son mucho más poderosas y más convenientes, de paso, para distraer a la sociedad con el juego de la sucesión.
Se trata de una contradicción que desafía nuestra inteligencia: durante años, hemos intentado construir instituciones democráticas capaces de contrapesar el poder presidencial. El régimen de partidos que emergió de nuestra transición de finales del Siglo XX se construyó sobre la base de ese supuesto y, desde entonces, cada una de las iniciativas que han llevado a la creación de nuevos órganos autónomos del Estado han estado animadas por el propósito explícito de acotar los excesos cometidos por nuestros presidentes de la República. Sin embargo, al llegar el final de cada sexenio volvemos a la locura de suponer que el nuevo ciclo producirá el milagro de corregir todos los males, siempre que el vencedor responda a nuestras expectativas.
Desde luego que la sucesión presidencial sigue siendo fundamental para la vida política del país. Pero de ninguna manera tiene el mismo peso que cobró en el siglo pasado. En cambio, las decisiones que se están tomando en el Congreso pueden atar de manos al próximo Presidente de la República o, eventualmente, otorgarle poderes no escritos que nos devolverían a los peores momentos autoritarios que creíamos ya superados. Mientras nos distraemos con las candidaturas, las decisiones fundamentales pasan inadvertidas. Mala señal para el futuro inmediato.
Investigador del CIDE