En apenas unos días y poco antes de que inicie el proceso electoral más complejo de la historia reciente, el régimen de partidos que construimos con la ilusión de estar abriendo una nueva era democrática para el país, ha revelado sus peores aristas. Y lo más probable es que esta dinámica se acreciente hasta el paroxismo durante el 2018.
De entrada, los partidos no sólo han evadido la crítica por el caudal de dinero que recibirán y recaudarán durante el año próximo, sino que han logrado desviar la atención mediática hacia el presupuesto que ha solicitado el INE. La Caja China: frente a un escándalo —afirman los expertos en comunicación política— hay que construir otro. Dicen los legisladores que revisarán con lupa cualquier exceso cometido por el órgano responsable de organizar las elecciones en las que los partidos serán los protagonistas, pero no añaden que ese dinero se deriva del abigarrado sistema electoral que ellos mismos han prohijado, como secuela de sus abusos y sus ambiciones.
De otra parte, han opuesto una resistencia masiva a los acuerdos tomados por el INE para establecer condiciones más equitativas en la competencia. El acuerdo del Consejo General, conocido como “cancha pareja”, probablemente se ha convertido ya en el más impugnado de la historia electoral del país, tras recibir una andanada de más de 330 recursos interpuestos para evitar que sancione el fraude a la ley, si los partidos no computan como gastos de campaña para sus candidatos la compra de propaganda disfrazada de comunicación social o privada, a partir del próximo 8 de septiembre.
Además, los principales intermediarios políticos del país no han cumplido —ninguno— con todas las obligaciones de transparencia que les impone la ley. Hubo tiempo de sobra para honrar ese compromiso que viene desde 2014 y, sin embargo, a unos días de comenzar la nueva madre de todas las batallas, los ciudadanos seguimos en la incertidumbre y la falta de precisión sobre los montos, los orígenes y el uso de ese dinero. Y, por su parte, todo indica que el Inai, en lugar de zanjar los problemas burocráticos que han impedido el funcionamiento eficaz de la plataforma nacional de transparencia y facilitar el derecho a saber de los ciudadanos, ha preferido sumarse a la cargada política que anticipa el clima político que viviremos en el 2018.
Y, por si esto fuera poco, también se ha impugnado la reforma propuesta por Pedro Kumamoto en Jalisco, que buscaba reducir el monto de los recursos públicos que se entregan a los partidos en esa entidad, en función del número de personas que efectivamente salen a votar y no de los registrados en lista nominal, bajo el argumento de que esa regla local violenta las normas generales de la República. Ni un peso menos, venga de donde venga.
Aferrados a las prácticas clientelares que han venido perfeccionando —y que se desplegaron con alas abiertas en las elecciones locales de Coahuila y el Estado de México— la verdadera atención de los partidos políticos no está en la confección de propuestas que logren salvar al país de sus despropósitos, sino en la obsesión compartida por diseñar estrategias y repartirse candidaturas para ganar como sea la contienda del año siguiente.
En el camino han venido minando la legitimidad del régimen democrático, hasta niveles que sólo se comparan con los de Haití. En privado, todos saben que el país está en riesgo y todos comprenden que la dinámica patológica que le han impuesto al sistema político está bloqueando la solución a los problemas públicos que vivimos. Pero su discurso público y sus decisiones son otras: nadie cede un milímetro, nadie reconoce el desastre en el que estamos metidos y todos se presentan a sí mismos como la salvación de la patria. Y allá vamos, atados de manos, al abismo de la locura.
Investigador del CIDE