Tengo para mí que muchos votaron por López Obrador por lo que él simboliza: la ruptura con el pasado. Votaron en contra de los partidos tradicionales, incapaces de cumplir sus promesas y negándose a sí mismos para tratar de seguir en el mando. La gente entendió que el único candidato realmente independiente era AMLO y que votar por él era la forma más elocuente de castigar los abusos y los malos resultados.
Para ser consecuente con ese voto, el futuro presidente de la República está obligado a romper mientras construye. Quebrar el sistema que permitió cometer aquellos abusos es una tarea irrenunciable del futuro gobierno y la primera seña de que vendrá en serio estará en la asignación del dinero público y en la forma de redistribuirlo. De entrada, ha decidido recortar gastos que considera inútiles e imponer un programa de austeridad que abarcará a todo el sector público, con tabla rasa. Cortar oficinas, segar a la burocracia y cancelar excesos de toda índole es cosa plausible, pero no todo es lo mismo. Ahorrar recursos para sufragar programas sustantivos de redistribución del ingreso amerita un análisis mucho más fino.
Los grandes proyectos que anunció reclamarán una buena parte de ese dinero —complementados quizás con recursos privados en las mayores obras de infraestructura, incluyendo el aeropuerto de la Ciudad de México—, mientras que el resto de las actividades que emprenda la administración pública tendrán que justificarse en función del lema que lo ha acompañado desde la primera campaña: “por el bien de todos, primero los pobres”. Hacer grandes obras que generen empleos y diseñar programas sociales de ayuda directa a las necesidades más apremiantes de la gran mayoría, parecen ser las dos vías privilegiadas de acción para comenzar el sexenio. Ambas se verán reflejadas en el presupuesto del 2019 y en la reestructuración del gobierno, que no puede ser parejera.
Nadie sensato podría oponerse con seriedad al propósito igualitario. Más allá de la ideología, hay hechos contundentes que lo respaldan: la enorme brecha social del país, la vulneración sistemática de nuestros derechos y el mandato recibido en las urnas. Leído sin acritud, el resultado del plebiscito del 1 de julio no deja lugar a dudas: todo el dinero público del país, todo sin excepción, tendría que justificarse en función del combate frontal a la desigualdad que ha minado el espíritu del país y que afloró como mandato inequívoco de las elecciones.
Todos los gastos públicos, toda intervención del Estado, todas las políticas públicas, todas las ventanillas de atención social, todos los proyectos de infraestructura, todos los gastos de educación, de salud, de protección al ambiente, de desarrollo urbano y de apoyo de toda índole tendrían que planearse y explicarse sobre esa base: si un programa público resulta incapaz de decirnos en qué sentido contribuirá a reducir la pobreza y combatir la desigualdad, debería cancelarse; si su justificación pasa por retruécanos neoliberales —montados en la teoría del goteo a largo plazo— debería cancelarse; si sólo se explican por el poder otorgado a intermediarios políticos que repartirán limosnas a los más pobres para ganar su lealtad —frijol con gorgojo—, deberían cancelarse. Nada que no sea progresivo debe ser aceptado, nada.
Otra cosa es el modo de llevar a la práctica ese proyecto de ruptura con el pasado, para evitar que, intentándolo, el otro pasado —el de los aparatos políticos que destruyen instituciones incluyentes y democráticas— se nos cuele como virus por las ventanas. El mandato igualitario del futuro gobierno merece todo el respaldo; el modo de hacerlo, en cambio, amerita la mayor vigilancia. Nadie debe enredarse: que se cumpla el mandato, pero que se cumpla sin trampas ni exclusiones facciosas. No debemos aceptar gato por liebre.
Investigador del CIDE